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Por: J.C. Ryle
Todos los sufrimientos de nuestro Señor Jesucristo tenían un carácter vicario. No sufrió por sus propios pecados, sino por los nuestros. En toda su pasión, fue nuestro eminente Sustituto.
Esta verdad es sumamente importante. Sin ella, la historia de los sufrimientos de nuestro Señor, aun con todos sus detalles minuciosos, sería misteriosa e inexplicable. Es una verdad, sin embargo, a la que las Escrituras hacen referencia muy a menudo, y lo hacen además sin ningún “sonido incierto” (1 Corintios 14:8). Se nos dice que Cristo “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”; que “padeció […] por los pecados, el justo por los injustos”; que “[aunque] no conoció pecado, por nosotros [fue hecho] pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”; que fue “hecho por nosotros maldición”; que “fue ofrecido […] para llevar los pecados de muchos”; que fue “herido […] por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados” y que Dios “cargó en él el pecado de todos nosotros” (1 Pedro 2:22; 3:18; 2 Corintios 5:21; Gálatas 3:13; Hebreos 9:28; Isaías 53:5, 6). Ojalá que todos nos acordemos de estos textos. Son parte de las rocas que forman los cimientos del Evangelio.
Pero no debemos contentarnos con una vaga creencia general en que los sufrimientos de Cristo sobre la Cruz tuvieran un carácter vicario. Se espera de nosotros que veamos esa verdad en cada una de las partes de su pasión. Podemos seguir todos sus pasos, desde el tribunal de Pilato hasta el momento mismo de su muerte, y verle en cada uno de ellos como nuestro poderoso Sustituto, nuestro Representante, nuestra Cabeza, nuestro Fiador, nuestro Apoderado: el Amigo divino que se prestó a ponerse en nuestro lugar, para pagar el precio de nuestra redención con el incalculable mérito de sus sufrimientos. ¿Se le azotó? Fue para que “por su llaga [fuéramos] nosotros curados”. ¿Se le condenó, aunque era inocente? Fue para que nosotros fuéramos perdonados, aunque éramos culpables. ¿Llevó una corona de espinas? Fue para que nosotros llevemos un día la corona de gloria. ¿Se le quitaron sus ropas? Fue para que a nosotros se nos vistiera con una justicia eterna. ¿Sufrió burlas e injurias? Fue para que nosotros recibiéramos honores y bendiciones. ¿Se le tuvo por un malhechor, y se le contó “con los inicuos”? Fue para que a nosotros se nos tuviera por inocentes, y justificados de todo pecado. ¿Se dijo de Él que no podía salvarse a sí mismo? Fue para que Él mismo fuera “poderoso para salvar para siempre” a otros (Hebreos 7:25 LBLA). ¿Murió, finalmente, de la forma más dolorosa y vergonzosa posible? Fue para que nosotros pudiéramos vivir eternamente, y ser exaltados hasta la gloria suprema. Meditemos bien sobre estas cosas: son dignas de recordarse. La clave para obtener la paz es tener una correcta comprensión de los sufrimientos vicarios de Cristo.
Cuando terminemos de leer el relato de la pasión de nuestro Señor, hagámoslo con un sentimiento de profunda gratitud. Nuestros pecados son muchos y grandes, pero se ha llevado a cabo por ellos una gran expiación. Hubo un mérito infinito en todos los sufrimientos de Cristo: fueron los sufrimientos de alguien que era Dios además de hombre. Sin duda es apropiado, correcto y un deber ineludible alabar a Dios cada día por la muerte de Cristo.
Por último, pero no por ello menos importante, siempre que leamos el relato de la pasión aprendamos a odiar el pecado con todas nuestras fuerzas. El pecado fue la causa de todo el sufrimiento de nuestro Señor. Nuestros pecados tejieron la corona de espinas; nuestros pecados clavaron los clavos en las manos y los pies de nuestro Señor; nuestros pecados fueron la causa de que se derramara su sangre. Sin duda alguna, pensar en Cristo crucificado debería hacernos aborrecer todo pecado. Como bien dice la Homilía de la Pasión de la Iglesia de Inglaterra: “Que esta imagen de Cristo crucificado esté siempre grabada en nuestros corazones. Que provoque en nosotros odio al pecado, y en nuestras mentes un amor sincero al Dios todopoderoso”.
*John Charles Ryle fue un obispo evangélico anglicano inglés. Fue el primer obispo anglicano de Liverpool y uno de los líderes evangélicos más importantes de su tiempo.
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