Por: J.C. Ryle
Mateo 16: 24 – 28: Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. 25 Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. 26 Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma? 27 Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras. 28 De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del Hombre viniendo en su reino.
Nuestro Señor disipa los ingenuos sueños de sus discípulos diciéndoles que sus seguidores tienen que “tomar su cruz”. El Reino glorioso que esperaban no se iba a instaurar en aquel preciso instante. Tenían que estar preparados para enfrentarse a la persecución y a la aflicción si querían ser sus siervos; tenían que estar dispuestos a “perder sus vidas” si querían salvar sus almas.
Es bueno que todos comprendamos bien este punto. No debemos ignorar que el auténtico cristianismo conlleva una cruz diaria en esta vida, si bien nos ofrece una corona de gloria en la vida venidera. La carne ha de ser crucificada a diario; se ha de resistir al diablo a diario; se ha de vencer al mundo a diario. Hay una guerra que luchar, y una batalla que pelear. Todas estas cosas acompañan inseparablemente a la verdadera religión: sin ellas, no se puede ganar el Cielo. Ningún otro refrán es tan cierto como el viejo dicho: “Sin cruz, no hay corona”. Si no hemos aprendido esto nunca por nuestra propia experiencia, nuestras almas no están en buena forma.
Aprendamos, en segundo lugar, de estos versículos, que no hay nada tan valioso como el alma de un hombre.
Nuestro Señor enseña esta lección haciendo una de las preguntas más solemnes que contiene el Nuevo Testamento. Es una pregunta tan conocida, y que se repite tan a menudo, que la gente suele olvidar la profundidad de su carácter; pero esta pregunta tendría que resonar en nuestros oídos como una trompeta cuando seamos tentados a descuidar nuestros intereses eternos: “¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?”.
Solo se puede dar una respuesta a esa pregunta. No existe nada en la Tierra, ni debajo de la Tierra, que nos pueda compensar por la pérdida de nuestra alma; no hay nada que el dinero pueda comprar, ni que el hombre pueda dar, que se pueda decir que es comparable a nuestra alma. El mundo y todo lo que hay en él es transitorio: todo ello está marchitándose, pereciendo y muriendo. El alma es eterna: esa sola palabra es la clave de todo el asunto. Dejemos que penetre hasta lo más profundo de nuestros corazones. ¿Se encuentra nuestra religión en un estado de indecisión? ¿Tenemos miedo de nuestra cruz? ¿Nos parece el camino demasiado estrecho? Si es así, dejemos que resuenen en nuestros oídos las palabras de nuestro Maestro: “¿Qué aprovechará al hombre […]?”, y no dudemos más.