Por: J.C. Ryle
Leer Mateo 26: 36 -46
¿Por qué encontramos a nuestro Señor tan entristecido y angustiado, como aquí se le describe? ¿Qué hemos de entender cuando dice: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte”? ¿Por qué le vemos apartarse de sus discípulos, y postrarse sobre su rostro, y orar a su padre con grandes clamores, y repetir su oración tres veces? ¿Por qué está el todopoderoso Hijo de Dios, que había hecho tantos milagros, tan angustiado e inquieto? ¿Cómo es que Jesús, que había venido al mundo a morir, parece estar a punto de desmayar ante la inminencia de la muerte? ¿A qué se debe todo esto?
Solo hay una respuesta razonable a estas preguntas. El peso que agobiaba el alma de nuestro Señor no era el temor a la muerte, ni de la agonía de esta. Miles de personas han padecido los más agudos sufrimientos físicos y han muerto sin un solo quejido, y lo mismo, sin lugar a dudas, podría haber hecho nuestro Señor. Pero el verdadero peso que abrumaba el corazón de Jesús era el peso del pecado del mundo, el cual parece haberle oprimido en ese momento de forma particularmente fuerte; era la carga de nuestra culpa impuesta sobre Él, que en ese momento cayó sobre Él como sobre la cabeza de un macho cabrío expiatorio. La inmensidad de esa carga no la puede imaginar ningún corazón humano.
Solamente lo puede entender Dios. Hace bien la Letanía griega cuando habla de los “inconcebibles sufrimientos de Cristo”. Scott probablemente lleva razón al decir, refiriéndose a esto, que “Cristo, en aquel momento, sufrió tanta amargura del mismo tipo que sufrirán los espíritus condenados como es posible que coexista con una conciencia pura, un amor perfecto a Dios y a los hombres y una absoluta confianza en la gloria del acontecimiento”.
*John Charles Ryle fue un obispo evangélico anglicano inglés. Fue el primer obispo anglicano de Liverpool y uno de los líderes evangélicos más importantes de su tiempo.
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