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Por: Tim Keller

En la epístola de Pablo a los Colosenses, les exhortó a “hacer morir” los malos deseos del corazón, incluyendo “la avaricia, que es idolatría” (Col. 3:5). Pero, ¿cómo hacerlo? Pablo les señaló el camino en los versículos anteriores.

Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria. Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría. (Colosenses 3:1-5)

La idolatría no consiste solamente en no obedecer a Dios: es poner todo el corazón en algo aparte de Dios. Esto no se puede remediar sólo arrepintiéndose de tener un ídolo, o usando la fuerza de voluntad para intentar vivir de forma distinta. Apartarse de los ídolos no es menos que esas dos cosas, pero también es mucho más. “Poner la mira y el corazón en las cosas de arriba”, donde “vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col. 3:1-3), significa que aprecia, se regocija y descansa sobre lo que Jesús ha hecho por nosotros. Conlleva la adoración gozosa, un sentido de la realidad divina en la oración. Jesús debe volverse más hermoso para su imaginación, más atractivo para su corazón, que su ídolo. Esto es lo que sustituirá a sus dioses falsos. Si desarraiga el ídolo y no “planta” el amor de Cristo en su lugar, el ídolo volverá a crecer.

El regocijo y el arrepentimiento deben ir de la mano. El arrepentimiento sin regocijo conducirá al desespero. El arrepentimiento sin regocijo es superficial y sólo ofrecerá una inspiración transitoria en vez de un cambio profundo. Ciertamente, si nos regocijamos en el amor sacrificado de Jesús por nosotros es cuando, paradójicamente, estamos más convencidos de nuestro pecado. Cuando nos arrepentimos por miedo a las consecuencias, en realidad no sentimos el pecado, sino que nos compadecemos de nosotros mismos. El arrepentimiento basado en el miedo (“Mejor que cambie para que Dios no me castigue”) es, en realidad, autocompasión. Al usar el arrepentimiento basado en el temor, no aprendemos a odiar el pecado por sí mismo, y este no pierde su capacidad de atracción. Sólo procuramos no cometerlo para no sufrir. Pero cuando nos regocijamos por el amor sacrificado, sufriente, de Dios por nosotros, viendo lo que le costó salvarnos del pecado, aprendemos a odiar el pecado por lo que es. Entendemos qué le costó a Dios nuestro pecado. Lo que más nos asegura el amor incondicional de Dios (la muerte costosa de Jesús) es lo que más nos convence de la maldad del pecado. El arrepentimiento fundado en el temor hace que nos odiemos a nosotros mismos. El arrepentimiento basado en el gozo nos hace odiar el pecado.

Regocijarse en Cristo también es esencial, porque los ídolos casi siempre son cosas buenas. Si hemos convertido en ídolos nuestro trabajo y a nuestra familia, no queremos dejar de amarlos. Más bien, deseamos amar a Cristo tanto que nuestros apegos ya no nos esclavicen. En la Biblia, “regocijarse” es algo mucho más profundo que simplemente estar contento por algo. Pablo nos instruyó a “regocijarnos en el Señor siempre” (Fil. 4:4), pero esto no significa “sentirse siempre felices”, dado que nadie puede ordenar a una persona que siempre le embargue una emoción concreta. Regocijarse es atesorar algo, evaluar lo que vale para nosotros, reflexionar sobre su belleza y su importancia hasta que nuestro corazón descanse sobre ello y guste su dulzura. “Regocijarse” es una manera de alabar a Dios hasta que el corazón se endulce y repose, y hasta que se desprenda de cualquier otra cosa que piense que necesita.

Fragmentos tomados del libro «Dioses que fallan» de Tim Keller, puede saber más detalles del libro Haciendo clic aquí


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