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Por: George Whitefield
Este artículo forma parte de la serie: 365 días con George Whitefield
Invocaré a Jehová, quien es digno de ser alabado. Salmo 18:3
A los redimidos por la sangre de Cristo nunca les faltan motivos para la alabanza y la adoración. Quienes presencian muestras de su infinita bondad de forma tan constante que sus almas se sienten conmovidas por la conciencia de su amor universal, no pueden dejar de llamar al cielo y la tierra, a hombres y ángeles, a unirse a ellos en la alabanza y la bendición del Altísimo que vive en la eternidad y derrama a diario sus bendiciones sobre toda la raza humana. Sin embargo, pocos han alcanzado tal grado de amor como para regocijarse con aquellos que se regocijan y mostrar tanta gratitud por las misericordias recibidas por los demás como por las que ellos mismos disfrutan.
Aunque se inicie en la tierra, esta parte de la perfección cristiana solo se consumará en el Cielo, donde nuestros corazones brillarán con un amor tan ferviente hacia Dios y los unos con los otros que cada nuevo grado de gloria alcanzado por nuestro prójimo nos llenará de una dosis renovada de gozo y gratitud. Lo que más suele inducir a los seres humanos caídos a la alabanza y la gratitud es la conciencia de las misericordias particulares y los beneficios individuales que se nos conceden.
Cuanto más se acercan a nuestros corazones, más nos afectan; y, como son pruebas del favor especial que Dios nos demuestra, es inevitable que nos conmuevan de forma tangible. Si nuestros corazones no están helados por completo, nos funden en gratitud y amor como las brasas de un horno de fundición. El acto de considerar los favores selectivos que Dios había demostrado hacia el pueblo escogido de Israel, así como las extraordinarias formas en que los había liberado a través de él, fue lo que llevó al salmista a clamar con tanta frecuencia como hace en el Salmo 107, y a decir palabras tan conmovedoras como estas: «Alaben la misericordia de Jehová, y sus maravillas para con los hijos de los hombres».
*George Whitefield, (1714 – 1770). Ministro de la Iglesia de Inglaterra, evangelista en el Gran Despertar, uno de los fundadores del metodismo, nacido en Gloucester, Inglaterra. Lea más de su biografía en este enlace.
Tomado de «365 días con George Whitefield«, lecturas seleccionadas y editadas por Randall J. Pederson, puedes adquirirlo en este enlace.