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Por: J.C. Ryle
Juan 9: 1 -12
Cuánto dolor ha introducido el pecado en el mundo. Se nos presenta un caso penoso. Se nos habla de un hombre que era “ciego de nacimiento”. Difícilmente podemos imaginar una aflicción mayor. De todas las cruces físicas que puede soportar un hombre sin que suponga su muerte, quizá no haya ninguna tan terrible como la pérdida de la vista. Nos priva de algunos de los mayores deleites de la vida. Nos encierra en un pequeño mundo propio. Nos vuelve angustiosamente impotentes y dependientes de los demás. De hecho, los hombres nunca valoran plenamente la vista hasta que la pierden.
Ahora bien, la ceguera, como cualquier otra debilidad corporal, es uno de los frutos del pecado. Sin duda, si Adán no hubiera caído, no habría ciegos, sordos ni mudos. Los muchos males que aquejan a la carne, los incontables dolores, enfermedades y defectos físicos que podemos sufrir llegaron tras la maldición que cayó sobre la Tierra: “El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte” (Romanos 5:12).
Aprendamos a odiar el pecado con un odio piadoso como la raíz de la mayoría de nuestras preocupaciones y penas. Luchemos contra él, mortifiquémoslo, crucifiquémoslo y abominémoslo, tanto en nosotros como en los demás. No puede haber prueba más clara de que el hombre es una criatura caída que el hecho de que ame el pecado y le guste practicarlo.
John Charles Ryle fue un obispo evangélico anglicano inglés. Fue el primer obispo anglicano de Liverpool y uno de los líderes evangélicos más importantes de su tiempo.