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Por: John MacArthur
La muerte llega para todo el mundo como un arrendador que, sin ninguna simpatía, ondea la orden de desalojo. Pero, para los creyentes, esta orden de desalojo tan solo los libera de esta Tierra desgraciada y los lleva a una morada infinitamente grandiosa y gloriosa en una ciudad celestial. Para el creyente, entonces, los sufrimientos, desilusiones y tristezas de esta vida son peores que la muerte. La muerte libera a los creyentes del suburbio relativamente ruinoso en el cual viven ahora y los lleva a una habitación en la casa del Padre eterno en la ciudad celestial.
Sabiendo esto, los cristianos no deben temer a la muerte. Deben tener el deseo de «partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor» (Fil. 1:23). Por supuesto, no quiere ello decir que podrían ser insensatos o descuidados con sus vidas; sus cuerpos pertenecen a Dios (1 Co. 6:19-20). Pero la preocupación obsesiva por el bienestar físico o el miedo a la muerte son incompatibles con la perspectiva cristiana. Los creyentes deben anhelar el cielo como el prisionero, la libertad; como el enfermo, la salud; como el hambriento, la comida; como el sediento, la bebida; como el pobre, un salario; como el soldado, la paz. La esperanza y la valentía para enfrentar la muerte es la última oportunidad para que los cristianos exhiban su fe en Dios, para probar que su esperanza del cielo es genuina y para adornar su confianza en las promesas de Dios.
De este pasaje, surgen cuatro motivos para afrontar la muerte con confianza: el próximo cuerpo es el mejor, la próxima vida es perfecta, la próxima existencia cumple el propósito de Dios y la próxima morada es con el Señor.
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