Por: John MacArthur
Aun los más nobles santos estaban lejos de ser perfectos. Abraham, el padre de la fe, temiendo por su vida, fingió dos veces que Sara, su esposa, era su hermana (Gn. 12:13; 20:2). Moisés, el libertador humano de Israel de Egipto tenía temperamento irascible (Éx. 2:11-12) y era, como él mismo lo admitió, un orador completamente inadecuado (Éx. 4:10). David, un hombre conforme al corazón de Dios (1 S. 13:14) y el dulce cantor de Israel (2 S. 23:1), fue adúltero y homicida (2 S. 11).
Elías se enfrentó valientemente a cientos de falsos profetas en el nombre del Dios de Israel y, entonces, con incertidumbre y miedo huyó de Jezabel (1 R. 19:1-3). El noble profeta Isaías confesó que era un hombre de labios impuros (Is. 6:5).
Pedro, líder de los doce, abiertamente confesó que era «hombre pecador» (Lc. 5:8) y lo probó vehemente y repetidamente negando al Señor (Mt. 26:69-74).
El apóstol Juan, el apóstol del amor, también era el «hijo del trueno» que celosamente buscaba restringir el ministerio de quien no fuera parte de su grupo (Mr. 3:17; Lc. 9:49). Más tarde, quería de manera indignante que cayera fuego del cielo para incinerar una villa samaritana que había rechazado a Jesús (Lc. 9:54).