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Por: A. W. Pink
Sin embargo, aunque lamentable es su caso, él no está sin esperanza porque el llamado está hecho «Convertíos, hijos rebeldes, dice Jehová» (Jeremías 3:14). No obstante, responder a eso no es tan fácil como parece. Es mucho más fácil alejarse de Dios que regresar a Él. No porque Sus condiciones de recuperación sean difíciles, sino porque el alma está condicionada. Es difícil para los hijos rebeldes el percibir la naturaleza y seriedad de su condición, porque el pecado tiene un efecto cegador y endurecedor, y mientras más se caiga bajo su poder, menos podrá discernir su propio estado. Incluso cuando sus ojos comienzan a ser abiertos nuevamente, hay todavía poco deseo por recuperarse, porque el pecado tiene una influencia paralizante, de tal forma que sus víctimas se sientan «cómodas en Sión». Incluso David estaba insensible a su propia situación cuando Natán vino a él por primera vez, y no fue sino hasta que el profeta declaró «tú eres ese hombre» que el hechizo de Satanás fue roto. Por lo tanto, hay mucho que agradecer cuando somos despertados del sueño y se nos hace oír las palabras «Convertíos, hijos rebeldes, dice Jehová» (Jeremías 3:22).
Pero incluso el alma se resiste a cumplir con los términos de Dios. Si sólo se requiriera una confesión verbal de las ofensas y un regreso a los deberes externos, no habría ninguna dificultad en hacerlo; pero cumplir por completo las condiciones divinas de la restauración es un asunto diferente. Como John Owen señaló; «recuperarse de la rebeldía y la reincidencia es la tarea más difícil de la religión cristiana; una tarea que a pocos se les hace honrosa y cómoda». Debe haber una búsqueda, un tocar la puerta de la liberación. Así como John Brine le escribió al pueblo de Dios hace más de trescientos años, «Es bastante la labor y la diligencia que se requieren para esto. No es quejarse por la condición enferma de nuestras almas lo que traerá la cura: el confesar nuestras necedades, las cuales han traído enfermedades sobre nosotros, no servirá de nada para quitarlas. Si pretendemos recuperar nuestra salud y vigor, debemos actuar». Ahora, vamos a señalar cómo Dios demanda que la persona «actúe».
«El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia» (Proverbios 28:13). Este verso resume ambos lados del tema. El pecado es una enfermedad del alma, y así como una del cuerpo está oculta. Nosotros la hacemos crecer convirtiéndola en una mortal. Así como señaló el puritano Joseph Caryl:
«El pecado aumenta de dos formas los motivos para ocultarlo. Primero, en su culpabilidad. La necesidad de castigo y el sentimiento de culpabilidad se apoderan del alma, y cada hombre es atado con cadenas de oscuridad a medida que más intente mantener sus pecados en lo oculto. Segundo, en la suciedad y contagio, y en la fuerza y poder del mismo. Su reinado crece hasta que al fin domina, gobierna y controla todo».
El «encubrir» nuestros pecados es una negación a sacarlos a la luz por medio de la confesión de los mismos ante Dios; en el caso de nuestros semejantes, es rehusarnos a aceptar nuestras ofensas ante los que hemos ofendido. Esta actitud es añadirle pecado al pecado, y es un verdadero obstáculo para la prosperidad, y si persiste en ello la vergüenza y la confusión le acompañarán por siempre.
El encubrir el pecado es esconderlo dentro de nuestro interior, en lugar de aceptarlo abiertamente. Así fue con Acán, incluso cuando las tribus fueron acusadas ante Josué y Eleazar, el sumo sacerdote: él mantuvo silencio hasta que su crimen fue expuesto públicamente. Algunos tratan de ocultar sus pecados dando excusas y argumentando un auto agotamiento: buscan echarle la culpa a las circunstancias, a sus semejantes, o a Satanás; todo menos sobre ellos mismos. Otros, incluso, van mucho más allá, y buscan ocultar su pecado con una mentira, negando su propia culpabilidad. Así como hizo Caín, que cuando Dios le preguntó «¿Dónde está tu hermano Abel?» le respondió «no lo sé». Así también Giezi negó su error (2 Reyes 5:25). De igual manera fue con Ananías y Safira. Hay tres cosas que inducen a los hombres a encubrir sus pecados. Primero, orgullo. El hombre tiene pensamientos tan altos sobre sí mismo que cuando es culpable de cosas viles, es demasiado terco para reconocerlas. Segundo, incredulidad. Son esos que no tienen la fe para creer que Dios puede perdonar los pecados confesados. Tercero, la vergüenza y el temor hacen que oculte sus pecados. El pecado es un monstruo escondido que ellos no reconocen.
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*A.W. Pink. Fue un teólogo, evangelista, predicador, misionero, escritor y erudito bíblico inglés, conocido por su firme postura calvinista y su gusto por las enseñanzas de las doctrinas puritanas