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Por: Charles Spurgeon

«Iré a sanarlo», respondió Jesús. MATEO 8:7

Durante tres años nuestro Señor anduvo por los hospitales: se pasaba el día entero en una enfermería, en una ocasión a todo su alrededor pusieron a los enfermos en las calles y en todo momento el mal físico cruzaba su camino de una manera u otra. Él extendía su mano o hablaba la palabra y sanaba todo tipo de dolencias, porque era parte del trabajo de toda su vida. «Iré a sanarlo», dijo él, porque era un médico que constantemente estaba ejerciendo y pasaba visitas enseguida para ver al paciente. «Él se ocupaba de hacer el bien» y en todo esto le hacía saber a su pueblo que su intención no era bendecir solo una parte del hombre, sino toda nuestra naturaleza, llevando sobre sí no solo nuestros pecados, sino también nuestras enfermedades.

Jesús quiere bendecir tanto el cuerpo como el alma, y aunque por el tiempo presente él ha dejado nuestro cuerpo en gran parte bajo el control de la enfermedad, porque todavía «el cuerpo está muerto a causa del pecado, pero el Espíritu que está en ustedes es vida a causa de la justicia» (Romanos 8:10), no obstante, cada miembro restaurado, cada ojo abierto y cada herida sanada es una señal de que Jesús se interesa por nuestra carne y nuestros huesos y quiere que el cuerpo comparta los beneficios de su muerte mediante una gloriosa resurrección.

La genialidad del cristianismo es sentir pena por los pecadores y los que sufren. Que la iglesia sea sanadora como su Señor: al menos si no puede desprender sanidad con el borde de su manto ni «decir la palabra» para que la enfermedad huya, que esté entre los más dispuestos a ayudar en todo lo que pueda mitigar el dolor o socorrer en la pobreza.


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