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Por: A. W. Tozer

Este artículo forma parte de la serie «Mi búsqueda diaria«

Por tanto, di a la casa de Israel: Así dice Jehová el Señor: Convertíos, y volveos de vuestros ídolos, y apartad vuestro rostro de todas vuestras abominaciones. EZEQUIEL 14:6

Hay algo que no puedo superar, que me humilla cada día en oración penitente: mi propia iniquidad.

Sé que he nacido de nuevo. Sé que mi lugar está en el cielo. Sé que Jesucristo murió en la cruz por todos mis pecados.

Pero en lo más profundo de mí hay petulancia en cuanto a mi propia iniquidad. Cuanto más me acerco al conocimiento del Santísimo, tanto más horrible se vuelve mi iniquidad. Cuando empiezo a verme como me ve Dios, con sus ojos, esos santos ojos, comienzo a ver mi iniquidad como la ve Dios.

Reflexiono en el pasado y recuerdo que en un tiempo era común que los hombres y las mujeres se acercaran a un altar de oración, se arrodillaran, y comenzaran a estremecerse y a llorar, convencidos de su iniquidad.

Hoy no vemos eso porque el Dios que predicamos no es el temible y eterno Santísimo que no puede mirar la iniquidad.

Cuando llegamos a la visión del Santísimo tal como Él desea revelarse a sí mismo, vuelve esa reacción natural con el poder de transformarnos a su semejanza.

Señor, me inclino para arrepentirme;

Permíteme lamentar mi caída,

 Deploro profundamente mi rebelión,

Lloro, creo y no peco más.

CHARLES WESLEY (1707-1788)

Mi pecado, oh Dios, siempre está conmigo. Cuanto más me acerco a ti, más horrendo se vuelve. Alabaré el nombre de Jesús por la sangre que me ha lavado, permitiéndome ir confiado ante tu presencia. Alabado sea el nombre de Jesús, amén.


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