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Un predicador… es un heraldo, y un heraldo es precisamente un comunicador en una sola dirección; no dialoga, anuncia el mensaje que ha recibido. Pero si nuestros expertos en comunicación están en lo correcto, los anuncios no cambian a nadie. ¿Dónde está el defecto en su raciocinio?… En la teología. Porque quienes defienden esta postura asumen que la predicación cristiana es análoga a un ejercicio de mercadeo. Usted tiene su producto: el evangelio. Tiene sus consumidores: la congregación. Y el predicador es el vendedor. Su trabajo es vencer la resistencia del consumidor y persuadir a los demás a comprar.
De acuerdo con Pablo, hay una razón muy simple pero abrumadora por la cual esta analogía no es buena. El predicador no vence la resistencia del consumidor. No puede. La resistencia del consumidor es demasiado grande para que algún predicador la venza. Todo lo que el predicador hace, dice Pablo, es exponer esa resistencia en su formidable impenetrabilidad. Si nuestro evangelio está velado, está velado para quienes perecerán. El dios de este siglo ha cegado sus mentes y «no les [resplandece] la luz del evangelio de la gloria de Cristo»… El predicador no salva a nadie. Es un instrumento por medio del cual quien ha de ser salvo se hace consciente del hecho. El evangelismo tiene que ser la proclamación porque la predicación es un sacramento de la soberanía divina
(The Strength of Weakness [La fortaleza de la predicación] [Grand Rapids: Baker, 1995), pp. 75-76).