Por: George Whitefield
Este artículo forma parte de la serie: 365 días con George Whitefield
El reino de los cielos es semejante a un rey que hizo fiesta de bodas a su hijo; y envió a sus siervos a llamar a los convidados a las bodas; mas éstos no quisieron venir. Mateo 22:2-3
¡Pobres almas! Muchos de los presentes no sienten hambre. No se sienten paralíticos, tullidos o ciegos y, por tanto, carecen de apetito para el banquete espiritual de Cristo. Bueno, no estés airado conmigo porque te llame; no te ofendas si derramo lágrimas por ti. No sabes nada del día de tu visitación. Si debo presentarme en el juicio como un testigo dispuesto a testificar en tu contra, lo haré. ¡Pero esa idea me hiela la sangre! Y no la soporto; creo que podría entregar mi vida por ti. Pero no estoy dispuesto a irme sin ti. ¿Qué dices a eso, querido amigo? Volveré a formularte la pregunta: ¿participarás de la Cena del Señor o no lo harás? Todos serán bienvenidos.
En este banquete hay leche para los niños, así como alimento sólido para los adultos fuertes y los ancianos. Hay lugar y provisiones para los de clase alta y para los más humildes, para los ricos y para los pobres; y nuestro Señor agradecerá a todos que vengan. ¡Qué asombrosa compasión! ¡Qué increíble amor! La sola idea me abruma. ¡Ayúdame, ayúdame, creyente, a bendecirlo y adorarlo! ¡Y ojalá que este amor nos incite a volver a él de nuevo como si fuera la primera vez! Porque, aun cuando nos hayamos saciado con frecuencia, nuestras almas quedarán desnutridas a menos que renovemos nuestros actos de fe y nos arrojemos continuamente, como si fuéramos pecadores perdidos, a sus pies. Alimentarnos de experiencias pasadas no satisfará nuestras almas más de lo que comer ayer pueda mantener nuestros cuerpos hoy. No, los creyentes deben buscar una y otra vez la influencia de la gracia divina y pedir al Señor que los riegue a cada momento.