Por: George Whitefield
Este artículo forma parte de la serie: 365 días con George Whitefield
Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado. Isaías 26:3
Una meditación santa y frecuente es uno de los benditos medios para que un creyente prosiga en su caminar con Dios. «La oración, la lectura, la tentación y la meditación -dice Lutero- son la base de un ministro». Y también lo son de un cristiano, al que además perfeccionan. La meditación es al alma lo que la digestión al cuerpo.
El santo David así lo constató, y por ello se dedicaba con frecuencia a la meditación, aun durante las noches. También leemos que Isaac salía a los campos a meditar y orar al atardecer. La meditación es una especie de oración silenciosa en virtud de la cual el alma se eleva hacia Dios, en una medida similar a la de esos espíritus bendecidos que, por una especie de intuición inmediata, contemplan continuamente el rostro de nuestro Padre celestial.
Solo aquellas bienaventuradas almas acostumbradas a esta divina práctica pueden explicar la bendita forma de cultivar la vida divina que es la meditación. «En mi meditación -dice David- se encendió fuego» (Salmo 39:3). Y, mientras el creyente reflexiona acerca de las obras y la Palabra de Dios especialmente la mayor obra de todas, ese prodigio de prodigios, ese misterio de santidad, «Dios manifiesto en la carne», el Cordero de Dios sacrificado por los pecados del mundo, suele sentir avivarse el fuego del amor divino, de tal manera que se siente empujado a expresar con su lengua el bondadoso amor que el Señor demuestra hacia su alma.
Meditemos, pues, con frecuencia, si deseamos caminar siempre cerca del Dios altísimo.
Tomado de «365 días con George Whitefield«, lecturas seleccionadas y editadas por Randall J. Pederson, puedes adquirirlo en este enlace.
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