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Por: A. W. Pink
Este artículo forma parte de la serie «La seguridad eterna»
La resurrección de Cristo. Parece extraño que muchos reciban más consuelo en la cruz que en la tumba vacía de Cristo, porque la Escritura misma dice: “y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados” (1Co 15:17). Un Salvador muerto no podría salvar, uno que fuera vencido por la muerte sería incapaz de liberar a los esclavos del pecado. Este es uno de los principales defectos del romanismo: sus súbditos engañados están ocupados con un Cristo sin vida, adorando un crucifijo. Los predicadores protestantes tampoco están por fuera de estas críticas, ya que con demasiada frecuencia muchos de ellos omiten la parte más grandiosa del Evangelio al no ir más allá del Calvario. El evangelio glorioso no se predica completamente hasta que proclamemos un Redentor resucitado y victorioso (1Co 15:1–3; Hch 5:31). Cristo fue “entregado (hasta la muerte) por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Ro 4:25), y como el apóstol continúa declarando: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Ro 5:10).
¿De qué habría servido que Cristo muriera por su pueblo si la muerte lo hubiera conquistado y abrumado? Si la tumba lo hubiera retenido, todavía estaría prisionero. Pero al resucitar de la tumba, Cristo hizo una demostración de su victoria sobre el pecado y la muerte: así fue “declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos” (Ro 1:4); “Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Ro 14:9). La obra sacrificial de Cristo se terminó en la cruz, pero se necesitaban pruebas de que este sacrificio había sido aceptado por Dios. Esa prueba estaba con Aquel que estaba complacido en “herirlo y ponerlo en sufrimiento, y al resucitar al Redentor, Dios proporcionó evidencia incontestable de que se habían cumplido todas Sus demandas. La muerte de Cristo fue el pago por mi terrible deuda”. Su resurrección, El recibo de Dios por la misma; fue el reconocimiento público de que la deuda había sido cancelada. La resurrección de Cristo selló nuestra justificación: era necesario dar realidad a la expiación y proporcionar un fundamento seguro para nuestra fe y esperanza. Como Dios está satisfecho, el pecador tembloroso puede confiar y descansar con seguridad en la obra de un Salvador triunfante.
“¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó” (Ro 8:34). Aquí la resurrección de Cristo se presenta como la seguridad del creyente contra la condenación. Pero ¿cómo la garantiza? Hay una conexión causal entre estas dos cosas. Primero, porque Cristo resucitó no solo como una persona, sino como la Garantía, la Cabeza y el Representante de todo Su pueblo. No ha sido reconocido y enfatizado lo suficiente, que el Señor Jesús vivió, murió y resucitó como “el Primogénito entre muchos hermanos”. Así como todos los que el primer Adán representó cayeron cuando él cayó, murieron cuando él murió, así todos los que el último Adán representó murieron cuando él murió y resucitaron cuando él resucitó. Dios “nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó”. (Ef 2:5–6). La frase de que estamos “Resucitados con Cristo” (Col 3:1) es judicialmente cierta para cada creyente. La Ley ya no puede condenarlo: ha sido liberado total y definitivamente de la ira venidera. Infalible y absolutamente seguro está él en virtud de su unión legal con el Salvador resucitado. “Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él” (Ro 6:9), ni de mí, porque su liberación fue mía, la segunda muerte no puede tocarme.