Por: James Cameron
Pueden obtener gran estímulo al considerar que miles de madres cristianas han probado la fidelidad de Dios a su promesa y han tenido la felicidad de ser testigos del éxito de sus esfuerzos en la conversión de su descendencia. La historia de la Iglesia de Dios está llena de ejemplos sobre el presente asunto. Consideremos uno o dos.
El caso de San Agustín… es uno impresionante. Fue uno de los adornos más resplandecientes del cristianismo en la última parte del siglo IV y principios del V. Sin embargo, hasta sus veintiocho años vivió en pecado. De su extraordinaria obra Confesiones que escribió tras su conversión, nos enteramos de que se liberó de todo lo que lo ataba y se entregó “a la lascivia para cometer con avidez toda clase de impureza” (Ef. 4:19). Sin embargo, tenía una madre piadosa y, en medio de sus idas y venidas, las lágrimas y las oraciones se elevaban como memorial delante de Dios. Por fin, su clamor fue escuchado y llegó la respuesta. De labios de su propio hijo, un día recibió las alegres noticias de su conversión a Dios y la voz de lamento se transformó en cántico de alabanza. No mucho después, mientras viajaban juntos, ella dijo: “Hijo mío, ya no me queda nada que hacer aquí. El único motivo por el que deseaba vivir era tu conversión y el Señor me la ha concedido ahora de un modo abundante”. Cinco días después, enfermó de fiebre y, en unos pocos días, su espíritu voló a esa dichosa región donde todas las lágrimas son enjugadas para siempre. Y el hijo por el que había derramado tantas lágrimas y susurrado tantas oraciones, vivió para ser la admiración de su época y el medio de conversión para millares de sus congéneres.
El eminente siervo de Cristo, John Newton, ¡fue hijo de una madre que oraba mucho! Incluso en la peor época de su vida, tan profano y disoluto40 como era, la influencia de los piadosos consejos que recibió en su infancia jamás fue destruida. Él mismo dejó constancia escrita de que, en medio de la impiedad más atrevida, el recuerdo de las oraciones de su madre, lo obsesionaba continuamente. En ocasiones, esas impresiones eran tan fuertes que “casi podía sentir la suave mano de su madre sobre su cabeza, como cuando ella solía arrodillarse junto a él, al principio de su niñez, y suplicaba la bendición de Dios sobre su alma”. No hay razón para dudar de que estas impresiones, recibidas en la infancia y que mantenían aferrado el espíritu en la vida [posterior], estaban entre los medios principales por medio de los cuales se detuvo su carrera de pecado y se convirtió en un celoso y exitoso propagador del evangelio que durante tanto tiempo había despreciado.
Un fiel y celoso ministro de Cristo le escribió a un amigo el siguiente relato sobre sí mismo: … ¡Ah!, Señor mío, usted sabe muy poco de mis obligaciones para con la gracia todopoderosa y el amor redentor. Recuerdo consternado y lleno de horror el tiempo en el que yo estaba a la vanguardia de la impiedad… Aún ahora, mi corazón sangra al pensar en las noches en que, furioso por la embriaguez, regresaba junto a mi tierna madre, entre las dos y las tres de la madrugada, abría la ventana de golpe, vertía un torrente de insultos y me hundía en la cama, como un monstruo de iniquidad. A la mañana siguiente, me despertaba una voz triste, ahogada por profundos sollozos y lágrimas. Escuchaba y, para mi asombro inexpresable, descubría que era mi madre, que derramaba su alma en este lenguaje:
‘¡Oh Señor! ¡Ten misericordia, misericordia, misericordia de mi pobre hijo! Señor, no quiero, no puedo abandonarlo; sigue siendo mi niño. Estoy segura de que no está aún fuera del alcance de tu misericordia. Oh, Señor, escucha, escucha, te lo suplico, las oraciones de una madre. Perdona, oh perdona, al hijo de su vejez. “¡Oh, hijo mío Absalón, Absalón, hijo mío, hijo mío!” (2 S. 19:4).’
¡Sí! Preciosa madre, tus oraciones han sido contestadas y tu hijo —tu hijo inútil y culpable— sigue viviendo como monumento de gracia sin fin e incomprensible misericordia…
Permitan que un hecho más sea suficiente. Es uno que dice mucho en prueba de nuestra posición. Se inició una investigación en seis seminarios teológicos de los Estados Unidos, que pertenecían a tres denominaciones distintas de cristianos, mediante la cual se determinó que de quinientos siete estudiantes que estaban siendo educados para el ministerio, no menos de cuatrocientos veintiocho eran hijos de madres que oraban.
¡Madres cristianas! ¡Sean valientes! Están rodeadas de una gran nube de testigos: Testigos de la fidelidad de la promesa de Dios, testigos del poder de la oración con fe, testigos de la eficacia de una instrucción en la fe sana. Sigan adelante en su obra, con santa confianza. Grandes y muchas son, ciertamente, sus dificultades, ¡pero mayor es el que está con ustedes que todo lo que pueda estar en su contra! “Confiad en Jehová perpetuamente, porque en Jehová el Señor está la fortaleza de los siglos” (Is. 26:4). A su tiempo segarán, si no desmayan (Gá. 6:9). Que el Señor les conceda gracia para ser fieles y que puedan, al final, tener la indecible felicidad de entrar, junto con todos los que han sido encomendados a su cuidado, en el lugar santo celestial, para celebrar allí por siempre la alabanza del amor redentor y servir a Dios sin cesar, día y noche.
Tomado de Three Lectures to Christian Mothers (Tres conferencias para madres cristianas).
*James Cameron (1809-1873): Ministro congregacional inglés que nació en Gourock, Firth of Clyde, Escocia.
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