Por: Charles Spurgeon
¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! ¡Son más dulces que la miel a mi boca! SALMOS 119:103
Los mejores de nosotros necesitan instrucción. No es sabio que la gente cristiana esté tan ocupada con la obra de Cristo que no puedan escuchar las palabras de Cristo. Debemos alimentarnos o no podremos alimentar a otros. La sinagoga no debe estar desierta si es una sinagoga en la que Cristo está presente. Y, a veces, cuando el Maestro está presente, qué poder hay en la palabra: no es la elocuencia del predicador, ni la fluidez del lenguaje, ni lo novedoso de la idea.
Hay una influencia secreta, una influencia tranquila que entra en el alma y la somete a la majestad del amor divino. Uno siente la energía vital de la Palabra divina, y no es la palabra del hombre para ti sino la voz de Dios que te despierta y que suena en las recámaras de tu espíritu y hace que todo su ser viva delante de sus ojos. En tales ocasiones el sermón es como el maná del cielo o como el pan y el vino con los que Melquisedec recibió a Abraham, tú te alegras y te fortaleces y te marchas renovado.
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