Por: Thomas Brooks
Este artículo forma parte de la serie: Enmudecido bajo la disciplina de Dios.
Esta verdad considera amargamente y con tristeza a aquellos que no guardarán silencio ni estarán satisfechos bajo la mano aflictiva de Dios a menos que el Señor les dé razones particulares por las cuales pone Su mano sobre ellos Éxodo 32:1: «Viendo el pueblo que Moisés tardaba en descender del monte, se acercaron entonces a Aarón, y le dijeron: Levántate, haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido».
Job 3:11-12: «¿Por qué no morí yo en la matriz, o expiré al salir del vientre? ¿Por qué me recibieron las rodillas? ¿Y a qué los pechos para que mamase?>>
Los hombres piadosos a veces chocan sus pies contra esta piedra de tropiezo: «¿Por qué fue perpetuo mi dolor, y mi herida desahuciada no admitió curación?» (Jer. 15:18). Aunque Dios siempre tiene una razón para lo que hace, no está obligado a mostrarnos las razones de Sus acciones. La pasión de Jeremías estaba encendida y su sangre caliente, y entonces nada lo silenciaría ni lo satisfaría sino las razones por las cuales su dolor era perpetuo y su herida incurable. Así mismo Job: «¿Por qué me pones por blanco tuyo, hasta convertirme en una carga para mí mismo?» (Job 7:20).
Es algo malo y peligroso poner reparos o cuestionar los procedimientos de Dios, quien es el Señor principal de todo y que puede hacer con los suyos lo que Él quiera (cf. Ro. 9:20; Dn. 4:3, 36). Él no tiene que darle cuentas a nadie ni es gobernado por nadie. Por lo tanto, ¿quién dirá: «Qué haces»? Así como nadie puede cuestionar el derecho de Dios de afligirlo ni de Su justicia al atribularlo, así mismo nadie puede cuestionar las razones por las cuales lo aflige. Así como ningún hombre puede obligar a Dios a que dé las razones de Sus actos, así mismo ningún hombre puede atreverse a preguntarle las razones particulares de Sus actos.
Los reyes no están obligados a dar a sus súbditos las razones de sus hechos, y ¿vamos a obligar a Dios a que nos dé las razones de Sus hechos, quien es el Rey de reyes y Señor de Señores, y cuya voluntad es la verdadera razón y única regla de justicia? (cf. Ec. 8:4; Ap. 1:5).
Las razones y fundamentos generales que Dios ha establecido en Su palabra por las cuales aflige a Su pueblo -a saber, para su beneficio (cf. He. 12:10), para la purificación de sus pecados (cf. Is. 1:25), para la reforma de sus vidas (cf. Sal. 119:67, 71) y para la salvación de sus almas (cf. 1 Co. 11:32) deberían hacerlos guardar silencio y estar satisfechos bajo todas sus aflicciones, aunque Dios nunca satisfaga su curiosidad y les dé cuenta de otras causas ocultas que pueden estar encubiertas en los abismos de Su eterno conocimiento y de Su voluntad infalible.
La curiosidad es la embriaguez espiritual del alma. Así como el borracho nunca estará satisfecho a menos que vea el fondo de la copa, siendo la copa muy profunda, así también algunos cristianos curiosos, cuyas almas están dominadas de la lepra de la curiosidad, nunca estarán satisfechos hasta que lleguen a ver el fondo y las razones más secretas de todos los tratos de Dios para con ellos. Pero son necios quienes procuran saber más de lo que Dios quiere que sepan. ¿Acaso la curiosidad de Adán no lo convirtió a él y a su posteridad en necios? ¿Y qué placer podemos tener de vernos a nosotros mismos todos los días necios?
Así como los ojos de un hombre al mirar el sol pueden oscurecerse y debilitarse, y ver menos de lo que podía ver, así mismo muchos, por una curiosa indagación en las razones secretas del trato de Dios con ellos, llegan a oscurecerse y debilitarse tanto que no pueden ver esas claras razones que Dios ha establecido en Su palabra por las cuales aflige y prueba a los hijos de los hombres.
He leído de un tal Sir William Champney, en el reinado del Rey Enrique III, que vivió una vez en Tower Street en Londres, que fue el primer hombre que construyó una torrecilla en la parte superior de su casa para poder mirar mejor a todos sus vecinos. Pero sucedió que no mucho después quedó ciego, de modo que aquel que no podía estar satisfecho con ver como otros veían, sino que quería ver más que los demás, no veía nada en absoluto por el justo juicio de Dios sobre él. Y de la misma manera es algo justo y recto que Dios golpee con ceguera espiritual a aquellos que no se satisfacen con ver las razones establecidas en la Palabra por las cuales Dios los aflige, sino que deben estar curiosamente husmeando y escudriñando las razones ocultas y más secretas de Su severidad hacia ellos.
¡Ah, cristiano! Es tu sabiduría y deber guardar silencio y enmudecer bajo la mano aflictiva de Dios por las razones reveladas, sin hacer alguna indagación curiosa sobre esas razones más secretas que están encerradas en el gabinete dorado del propio pecho de Dios (cf. Dt. 29:29).
Tomado del libro de Thomas Brooks “El cristiano enmudecido bajo la disciplina de Dios”, vea detalles del libro HACIENDO CLIC AQUÍ.
*Thomas Brooks (1608-1680): Predicador congregacional; autor de Preciosos remedios contra las artimañas de Satanás (Precious Remedies against Satan’s Devices). Lee más datos biográficos EN ESTE ENLACE.