Por: Tim Challies
A veces nos ocurre a todos que nuestros recuerdos nos llevan a vislumbrar algún pecado o alguna metedura de pata que cometimos en el pasado. Y cuando ese recuerdo aparece en nuestra mente, nos encogemos, nos sonrojamos, sentimos que la vergüenza nos invade de nuevo. Esto rara vez ocurre con los pecados que consideramos menores -los pequeños pasan rápidamente de nuestra memoria y se olvidan-. Ocurre más bien con los pecados que consideramos mayores. Estos son los que atormentan nuestras almas, los que hieren nuestros corazones, los que nos quitan el sueño durante la noche. Son los que nos hacen preguntarnos si realmente hemos sido perdonados y si realmente podemos ser perdonados.
Siempre me sorprende lo propenso que soy a tratar a Dios como si fuera como yo, solo que más grande. Me sorprende la frecuencia con la que pienso en Dios como si fuera un hombre, solo que más. Como hombres, vemos en categorías grandes y pequeñas: rocas que son lo suficientemente livianas para levantarlas y rocas que son demasiado pesadas, problemas lo suficientemente simples para resolver y problemas que son intratables, facturas lo suficientemente baratas como para pagarlas y facturas que están fuera de nuestro alcance.
Pero si pensamos en Dios en esos términos, estamos malinterpretando radicalmente su naturaleza. Dios existe fuera de estas categorías de capacidad. No es ni grande, ni pequeño, ni pesado, ni ligero, ni imposible, ni solucionable. A sus ojos, ningún pecado es realmente grande o pequeño. Algunos pueden tener mayores implicaciones o ramificaciones, algunos pueden tener consecuencias más nefastas y causar ondas mucho más amplias. Pero para Dios no es más difícil tratar un pecado que otro, perdonar el asesinato que el odio, perdonar la blasfemia que la murmuración. No es más difícil para Él perdonar un pecado de omisión que de comisión, un pecado de impulso que un pecado cuidadosamente planeado y deliberadamente ejecutado.
Una vez que Dios ha perdonado nuestra pecaminosidad, no tiene que luchar para perdonar nuestros pecados. Una vez que ha tratado con nuestra rebeldía, nuestra rebelión, nuestros corazones muertos y miserables, no necesita luchar para encontrar la voluntad o la fuerza, para perdonar nuestras transgresiones individuales. Ningún pecado es mayor que la pecaminosidad, ningún acto de depravación mayor que un corazón muerto y depravado.
Si crees que un pecado es más difícil de perdonar para Dios que otro, lo degradas. Si piensas que cierto pecado es demasiado enorme para que Dios lo perdone, lo disminuyes. Si crees que tienes la capacidad de hacer algo tan grave que Dios no puede afrontarlo, te has hecho demasiado grande a ti mismo y demasiado pequeño a Dios. Le has reducido a la imagen de un hombre.
Por eso, cada vez que sientas la tentación de recordar esos pecados que consideras graves, de preguntarte si Dios podría perdonar plenamente esas transgresiones, harías bien en mirar un poco más atrás, hasta la cruz. Mira atrás para ver al Hijo de Dios abriendo la brecha entre la tierra y el cielo, entre tú y el Padre. Míralo cargando no solo con el peso de tus pecados, sino con el peso de tu pecaminosidad, no solo con tus actos de rebeldía, sino con tu corazón rebelde, tu voluntad rebelde, tu naturaleza depravada y caída. Mira atrás para verle perdonando no solo lo que has hecho, sino quién eres, no solo el fruto malo, sino la raíz podrida. Mira atrás y verás, mira atrás y adorarás, mira atrás y creerás.
Publicado originalmente en inglés aquí.
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