Por: George Whitefield
¡Ay, mi corazón casi sangra! ¡Qué multitud de almas preciosas están ahora ante mí! Cuán pronto deben ser conducidas todas a la eternidad y, sin embargo, ¡oh pensamiento cortante! si Dios requiriera ahora todas sus almas, cuán pocas, comparativamente hablando, podrían decir realmente: “Jehová, justicia nuestra”.
¿Y piensan ustedes, oh pecadores, que podrán permanecer en pie en el Día del juicio si Cristo no es su justicia? No, sólo ese es el vestido de bodas en el cual se deben presentar. ¡Oh pecadores sin Cristo, estoy angustiado por ustedes! ¡Los deseos de mi alma se intensifican! ¡Oh, que éste sea un tiempo aceptable! ¡Oh, que el Señor sea vuestra justicia!
Porque ¿a dónde huirían, si la muerte los encontrara desnudos? En verdad, no hay forma de ocultarse de su presencia. Las miserables hojas de higuera de su justicia propia no cubrirán su desnudez cuando Dios los llame a presentarse ante Él. Para Adán fueron ineficaces y lo mismo serán para ustedes. ¡Oh, piensen en la muerte! ¡Oh, piensen en el juicio! Falta un poco y el tiempo no será más; y entonces, ¿qué será de ustedes si el Señor no es su justicia? ¿Creen que Cristo los perdonará? No, el que los formó, no tendrá misericordia de ustedes. Si están fuera de Cristo, si Cristo no es su justicia, Cristo mismo pronunciará su condena.
¿Y pueden soportar pensar en ser condenados por Cristo? ¿Pueden soportar oír al Señor Jesús decirles: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt. 25:41)? ¿Pueden vivir, piensan, en el fuego eterno? ¿Son sus carnes de bronce y sus huesos de hierro? ¿Y si lo son? ¡El fuego del infierno, ese fuego preparado para el diablo y sus ángeles, los calcinará hasta la médula! ¿Y pueden soportar apartarse de Cristo? ¡Oh, qué pensamiento tan desgarrador! Pregúntenles a esas almas santas que, en cualquier momento, se lamentan por un Dios ausente, que caminan en tinieblas y no ven la luz, aunque sólo sea por unos cuantos días u horas; pregúntenles qué es perder la vista y la presencia de Cristo. ¡Vean cómo lo buscan, afligidos, y van lamentándose en pos de Él todo el día! Y si es tan terrible perder el sentido de la presencia de Cristo sólo por un día, ¿cómo será estar desterrado de Él por toda la eternidad?
Pero así debe ser, si Cristo no es vuestra justicia. Porque la justicia de Dios debe ser satisfecha y, a menos que la justicia de Cristo les sea imputada y aplicada a ustedes aquí, deberán satisfacer la justicia divina en tormentos infernales eternamente en el más allá. Es más, como dije antes, Cristo mismo, el Dios de amor, los condenará a ese lugar de tormento. Y ¡oh, qué desgarrador es ese pensamiento! Me parece ver a pobres desdichados, temblorosos y sin Cristo, de pie ante el tribunal de Dios, gritando: “Señor, si hemos de ser condenados, que algún ángel o arcángel pronuncie la sentencia condenatoria”. Pero todo en vano. Cristo mismo pronunciará la sentencia irrevocable. Conociendo, por lo tanto, los terrores del Señor, permítanme convencerlos de que se acerquen a Cristo y nunca descansen hasta que puedan decir: “Jehová, justicia nuestra”. ¿Quién sabe, si el Señor puede tener misericordia de ustedes, es más, perdonarlos abundantemente? Rueguen a Dios que les dé fe y, si el Señor se las da, recibirán por ella a Cristo con su justicia y su todo. No deben temer la grandeza o el número de sus pecados. Porque, ¿son pecadores? Yo también. ¿Son ustedes los primeros de los pecadores? Yo también. ¿Son ustedes pecadores reincidentes? Yo también. Y, sin embargo, el Señor (¡por siempre adorada sea su rica, gratuita y soberana gracia!), el Señor es mi justicia. Venid pues, oh jóvenes, que (como yo mismo actué una vez), están haciendo el papel del hijo pródigo y vagando lejos de la casa de vuestro Padre celestial, vuelvan a casa, vuelvan a casa y dejen vuestro comedero de cerdos. No se alimenten más de los desperdicios de los deleites sensuales. Por amor a Cristo, ¡levántense y vuelvan a casa! Vuestro Padre celestial los llama ahora. Miren, más allá del mejor manto, aún mejor, les espera la justicia de su querido Hijo. Mírenla, véanla una y otra vez. Consideren a qué precio tan caro fue comprada, sí, por la sangre de Dios. Consideren qué gran necesidad tienen de ella. Sin ella, están perdidos, arruinados, condenados para siempre.
Vengan entonces, pobres pródigos culpables, vuelvan a casa. En verdad, no me enojaré como el hermano mayor. No, me regocijaré con los ángeles en el cielo. Y ¡oh, que Dios incline ahora los cielos y descienda! Desciende, oh, Hijo de Dios, desciende y, así como has mostrado en mí tanta misericordia, ¡oh, permite que el bendito Espíritu aplique tu justicia a algunos pródigos que ahora están ante Ti y viste sus almas desnudas con tu mejor manto!
Tomado de un sermón predicado el viernes, 11 de septiembre de 1741 (el calendario juliano); disponible en CHAPEL LIBRARY.
*George Whitefield (1714-1770): Ministro anglicano, evangelista en el Gran Despertar y uno de los fundadores del metodismo; nacido en Gloucester, Inglaterra.