Por: David Wilkerson
La verdad es que, a veces maltratamos a otros. Nos separamos de un hermano o hermana; dañamos y herimos a alguien; podemos malinterpretar fácilmente a otros, y creemos que es «algo sólo entre Dios y yo». Así que lo confesamos al Señor y nos arrepentimos, y luego seguimos nuestro camino, pensando que todo está bien. Sin embargo, nunca nos detenemos a reflexionar sobre cómo en el proceso, no solo herimos a un hermano, sino que hemos herido al Señor. De hecho, lo hicimos a todo el Cuerpo de Cristo, porque si uno se duele, todos se duelen.
Aquí está la revelación que se nos da: «¡Pertenezco al Cuerpo de Cristo! Y lo mismo ocurre con mi hermano y mi hermana. Todos somos uno, porque todos estamos conectados a la cabeza».
Les presento el mismo mensaje que Pablo entregó a sus hermanos.
“Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (Filipenses 2:3–4).
“Ruego a [ustedes], que sean de un mismo sentir en el Señor” (Filipenses 4:2).
Así es como Pablo lo resume todo. De hecho, así es como la misericordia es vivida en su totalidad:
“Porque habéis llegado a sernos muy queridos.” (1 Tesalonicenses 2:8).
Te pregunto: ¿Te son queridos todos tus hermanos y hermanas en Cristo? Así como la vida fluye de su cabeza hacia nosotros, los miembros de su Cuerpo, comenzamos a amarnos no sólo entre nosotros, sino incluso a nuestros enemigos.
“¡Señor, que seamos misericordiosos, como tú has sido misericordioso con nosotros!