Por: Romel Xavier Q
Un domingo de los primeros años de la década de los 30 del primer siglo, Anno Domini, Jesús de Nazaret, el Mesías, entra triunfalmente a Jerusalén el domingo previo a la Pascua judía, dando así inicio a una sucesión de días, marcados por eventos sagrados, que luego serían unidos bajo la denominación de “semana santa”. Tanto los Evangelios sinópticos como el joanico hacen un recuento de las palabras y obras de Cristo durante esta semana en Jerusalén, hasta su resurrección el domingo siguiente a la Pascua.
Inspirados por aquella importante semana de hace unos 2000 años, muchas iglesias y cristianos alrededor del mundo celebran en la actualidad la Semana Santa, un tiempo litúrgico de reflexión y devoción basado en los eventos sagrados registrados en los Evangelios. Siguiendo la estructura narrativa de estos, tradicionalmente aquellos eventos se conmemoran así:
- Domingo de Ramos: entrada de Jesús a Jerusalén en un asno.
- Lunes santo: Maldición de la higuera, limpieza del templo y respuestas a acusaciones.
- Martes santo: anuncio de Jesús de su propia muerte.
- Miércoles santo: complot de Judas con los sacerdotes.
- Jueves santo: celebración de la última cena.
- Viernes santo: crucifixión y pasión de Jesús.
- Sábado santo: sepultura y reposo de Jesús en la tumba.
- Domingo de resurrección: Jesús resucita de entre los muertos.
Todo este tiempo litúrgico está muy arraigado en las culturas de tradición cristiana, especialmente de tipo católico romana, ortodoxa bizantina y “high protestant”(anglicana/luterana/presbiteriana/reformada), con días feriados de descanso laboral (establecidos por ley), peregrinaciones a lugares santos y servicios religiosos en iglesias (misas, divinas liturgias y cultos). Pero ¿cuál es el origen de dicho tiempo litúrgico?
Establecer el origen exacto de varias prácticas litúrgicas posapostólicas en el cristianismo antiguo nunca es tarea fácil: tanto por la carencia de registros documentados como por el hecho de que muchas surgieron orgánica y naturalmente entre las comunidades cristianas primitivas, sin ningún decreto escrito en alguna especie de “libro litúrgico” y sin ninguna “bula papal”. La Semana Santa es una de esas prácticas. Sobre su origen no tenemos una fecha ni un documento ni un autor exactos.
No obstante lo anterior, sí podemos conocer un origen inexacto, es decir, más o menos preciso, que nos brinde pistas e indicios acerca de su más primigenio origen. Hacer esto puede ser útil para un redescubrimiento y renovación de este tiempo, viéndolo no como una mera celebración de nuestro tiempo, sino como una antiquísima de los antiguos cristianos que vivieron más cerca del tiempo y el mundo de Jesús el Cristo.
Más allá de unas breves referencias a la consagración de ciertos días durante lo que hoy se conoce como Semana Santa en las cartas de Dionisio el Grande (obispo de Alejandría del siglo III) y Atanasio de Alejandría, en las Constituciones apostólicas (un documento de orden eclesiástica del siglo IV), y en los sermones de Padres como Juan Crisóstomo y san Agustín, la historia antigua más informativa de una “semana santa” en la vieja iglesia viene del relato de una viajera llamada Egeria, que visitó Jerusalén a finales del siglo IV (c. 380).
Egeria fue una virgen consagrada y monja, de Hispania (o España), de posición acomodada que, debido a su espíritu piadoso y aventurero, hizo un largo viaje, de unos tres años, por las tierras de Egipto, Israel, Palestina y Siria. Este lo registró en un diario que escribió para sus “hermanas”, o compañeras de vocación religiosa, en España, el cual fue descubierto por un erudito en el siglo XIX y ha sido titulado La peregrinación de Egeria.
Del viaje de aquella mujer lo que nos interesa aquí, por supuesto, es su paso por Jerusalén, y sobre todo su experiencia con la celebración de la semana que culmina con el domingo de resurrección, que ella llama “semana pascual” y “gran semana”, según se le denominaba entonces, y a la que daba inicio el obispo de la iglesia principal, diciendo: “Durante toda la semana, a partir de mañana, reunámonos todos en el martyrium, es decir, en la gran iglesia, a la hora nona”. De esta semana lo primero que hace es una descripción del domingo de ramos, que ella llama simplemente “el día del Señor”. Durante este día…:
…se lee el pasaje del Evangelio en el que los niños, portando ramos y palmas, salen al encuentro del Señor, diciendo: “Bendito sea el que viene en el nombre del Señor”, e inmediatamente se levanta el obispo, y todo el pueblo con él, y salen todos a pie de la cima del monte de los Olivos, yendo todo el pueblo delante de él con himnos y antífonas, diciéndose unos a otros: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”. Y todos los niños del vecindario, incluso los que son muy pequeños para caminar, son llevados a hombros por sus padres, todos portando ramos, unos de palmeras y otros de olivos, y así el obispo es escoltado de la misma manera que lo fue el Señor antiguamente.
La celebración era una imitación de la histórica entrada triunfal de Jesús narrada en los Evangelios, en la que el obispo, representando a Cristo, hace una “procesión” junto con los fieles desde el monte de los Olivos, “donde el Señor ascendió”, hasta la basílica principal en Jerusalén. El uso de los ramos ya era acostumbrado tal como hoy en día.
El lunes santo, continúa Egeria, “todos se reúnen en la gran iglesia, que es el martyrium, donde se repiten continuamente himnos y antífonas hasta la primera hora de la noche y se leen lecciones adecuadas al día y al lugar, intercaladas siempre con oraciones”.
El martes santo es similar al lunes, celebrándose los servicios habituales, con la única diferencia de que el obispo “lee las palabras del Señor que están escritas en el Evangelio según Mateo, donde dice: ‘Miren que nadie los engañe’. Y el obispo lee todo ese discurso, y cuando lo ha leído, se hace la oración”.
Asimismo, el miércoles santo es similar al lunes y martes, aunque también con una diferencia en la lectura: “…el sacerdote se pone delante de las barandillas y recibe el Evangelio, y lee el pasaje en el que Judas Iscariote se dirigió a los judíos y declaró lo que debían darle para traicionar al Señor. Y cuando se ha leído el pasaje, hay tales gemidos y lamentos de todo el pueblo que nadie puede evitar conmoverse hasta las lágrimas”.
El jueves santo es especial, ya que “ese día se hace la oblación”, es decir, se celebra la comunión o la santa cena, y esto dos veces. Luego, en la noche, los fieles van al monte de los Olivos, donde se cantan himnos y se hacen lecturas de los Evangelios, para luego ir Getsemaní, “donde el Señor oró”, y donde “se lee el pasaje del Evangelio en el que el Señor fue capturado. Y cuando se ha leído este pasaje, es tan grande el gemido de todo el pueblo, junto con el llanto, que sus lamentos pueden oírse tal vez hasta la ciudad”.
El viernes santo ocurre algo aún más especial: se venera la santa cruz. Esta era una reliquia que supuestamente había sido descubierta por Elena, madre de Constantino, y que, según ella, era la misma que Cristo cargó y la misma en la que fue crucificado. Esta era venerada entonces en Gólgota, el mismo lugar de la crucifixión, donde Egeria estuvo presente. Por tanto, ella hace una descripción detallada de este rito:
Se abre el cofre y se saca (el madero), y tanto el madero de la Cruz como la inscripción se colocan sobre la mesa. Luego, cuando se ha puesto sobre la mesa, el obispo, mientras está sentado, sostiene las extremidades del sagrado madero firmemente en sus manos, mientras los diáconos que están alrededor lo custodian. Se hace así porque la costumbre es que el pueblo, tanto los fieles como los catecúmenos, se acerquen uno a uno e, inclinándose ante la mesa, besen el sagrado madero y den paso a otros (…) Y mientras todo el pueblo pasa de uno en uno, todos inclinándose, tocan la Cruz y la inscripción, primero con la frente y luego con los ojos; finalmente besan la Cruz y dan paso a otros, pero ninguno pone su mano sobre ella para tocarla.
Al día siguiente, sábado santo, se celebra nuevamente “la oblación” y se leen pasajes sobre la resurrección como preparación para el domingo, en el que, a su vez, se celebran servicios habituales, se cantan himnos de resurrección y se lee el pasaje sobre Tomás el incrédulo, quien no creía en la resurrección. Estos dos últimos días no resaltan mucho en el relato de Egeria, revelando que se le daba más importancia a los días jueves y viernes de pasión.
Toda esta descripción de la Semana Santa en la antigua Jerusalén, por parte de Egeria, ha servido en la historia reciente de la Iglesia para conocer más acerca del origen de la Semana Santa. De este relato podemos al menos saber que para el siglo IV ya se guardaba esta semana en Jerusalén, cuna de la iglesia primitiva. Aunque el siglo IV puede sonar muy distante del siglo I de los apóstoles, la verdad es que la distancia en años entre la vida de Santiago el hermano de Jesús, primer obispo de Jerusalén, y la historia de Egeria, es de un poco más de 200 años.
Además, la creativa y ya bien establecida celebración de la Semana Santa en el tiempo de Egeria puede implicar que esta ya tenía un buen bagaje de años, o hasta de décadas y quizá de siglos, probablemente acercándose, con una forma menos elaborada, al tiempo de los apóstoles, o al menos al de los obispos jerosolimitanos del siglo II. En cualquier caso, el relato de Egeria presenta un origen inexacto muy antiguo, justo en el periodo de transición entre la iglesia martirizada y prenicena y la iglesia imperial y posnicena, y durante el obispado del famoso Cirilo de Jerusalén.
Sin duda, la visita de muchos peregrinos a Jerusalén durante aquel tiempo resultó en que estos llevaran varios rituales de la Semana Santa a otras tierras, como el uso de ramos, las procesiones y la veneración de la cruz, que incluso han llegado hasta nuestros días, y son parte de esta celebración semanal actual, especialmente entre los católicos romanos, los griegos/rusos ortodoxos y los anglicanos episcopales.
Pero más allá de los ritos, la historia de Egeria nos revela la importancia de la Semana Santa para la iglesia antigua como un tiempo especial de devoción y reflexión inspiradas en los últimos días de nuestro Señor, enfocado en su pasión y resurrección final, de acuerdo con las historias de los Evangelios canónicos. Aún en nuestros días esas historias y esos Evangelios son el corazón de esta semana, y nunca deberían dejar de serlo.
Así que, como los antiguos cristianos de Jerusalén, acompañemos al Señor durante esta semana, desde su triunfal entrada, pasando por su más severa humillación, hasta su gloriosa exaltación, “a fin de conocer a Cristo, experimentar el poder que se manifestó en su resurrección, participar en sus sufrimientos y llegar a ser semejante a él en su muerte” (Flp 3, 10: NVI).Bibliografía: Frank C. Senn, Introduction to Christian Liturgy (Fortress Press: Minneapolis, 2012); The Pilgrimage of Etheria, trad. M. L. McClure y C. L. Feltoe (Society for Promoting Christian Knowledge, 1919); Chloe Breyer, Egeria and the Holy Week Liturgies en slate.com (6 de abril de 2007); Kat Moon, What to Know About the Origins and Meanings of the Major Holy Week Rituals en time.com (12 de abril de 1019).
Publicado originalmente por BITE.
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