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Por: J.C. Ryle

Juan 1:29–34

Este pasaje contiene un versículo que debería quedar impreso en grandes letras en la memoria de todo lector de la Biblia. Todas las estrellas del cielo son brillantes y hermosas, y, sin embargo, hay una estrella que excede a otras en gloria. Así también, todos los textos de la Escritura son inspirados y provechosos, pero algunos textos son más ricos que otros. De esos textos, el primer versículo que tenemos delante es el que tiene la preeminencia. Nunca hubo un testimonio más completo de Cristo en la Tierra que el que dio aquí Juan el Bautista.

Observemos en este pasaje, en primer lugar, el nombre especial que Juan el Bautista le otorga a Cristo. Le llama “el Cordero de Dios”.

Este nombre no significaba meramente, como algunos han supuesto, que Cristo era manso y dócil como un cordero. Esto sería verdad, sin duda, pero solo una ínfima parte de la Verdad. ¡Aquí estamos ante cosas mucho más grandiosas! Significaba que Cristo era el gran Sacrificio por el pecado, quien iba a expiar el pecado por medio de su propia muerte en la Cruz. Era el verdadero Cordero que Abraham le dijo a Isaac en Moriah que proveería (cf. Génesis 22:8). Era el verdadero Cordero al cual señalaban todos los sacrificios diarios matutinos y vespertinos en el Templo. Era el Cordero del cual Isaías

había profetizado que sería “llevado al matadero” (Isaías 53:7). Era el verdadero Cordero del que había sido tipo el cordero pascual en Egipto. En resumen, era la gran propiciación por el pecado que Dios había pactado enviar al mundo desde toda la eternidad. Era el Cordero de Dios.

Cuidémonos, siempre que pensemos en Cristo, de considerarlo en primer lugar como Juan el Bautista lo representa. Sirvámosle con fidelidad como nuestro Señor. Obedezcámosle con lealtad como nuestro Rey. Estudiemos su enseñanza como nuestro Profeta. Caminemos siguiéndole con diligencia como nuestro ejemplo. Busquémosle con inquietud como nuestro Redentor de cuerpo y alma que volverá. Pero, sobre todo, ensalcémoslo como sacrificio por nosotros y dejemos toda nuestra carga sobre su muerte expiatoria por el pecado. Sea su sangre más valiosa a nuestros ojos cada año que vivamos. Independientemente de todas las demás cosas relativas a Cristo en las que nos gloriemos, gloriémonos sobre todas las cosas en su Cruz. Esta es la piedra angular, esta es la ciudadela, esta es la raíz de la verdadera teología cristiana. No sabemos nada adecuadamente acerca de Cristo hasta verlo con los ojos de Juan el Bautista y poder regocijarnos en Él como el Cordero que fue sacrificado.

Observemos en este pasaje en segundo lugar la obra especial que lleva a cabo Cristo descrita por Juan el Bautista. Dice que “quita el pecado del mundo”.

Cristo es Salvador. No vino a la Tierra como conquistador, ni como filósofo o un mero maestro de moral. Vino a salvar a los pecadores. Vino a hacer aquello que el hombre jamás podría hacer por sí mismo, a hacer aquello que el dinero y la ciencia no pueden conseguir, a hacer aquello que es esencial para la verdadera felicidad del hombre: Vino a quitar el pecado.

Cristo es un Salvador completo: “Quita el pecado”. No se limita a proclamar vagamente perdón, misericordia y compasión. “Llevó” nuestros pecados sobre sí mismo y los llevó “en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). Es como si los pecados de cada persona que cree en Jesús no hubieran sido cometidos nunca. El Cordero de Dios los ha limpiado por completo.

Cristo es un Salvador todopoderoso, y un Salvador de todo el género humano: “Quita el pecado del mundo”. No murió exclusivamente por los judíos, sino así por los gentiles como por los judíos. No sufrió tan solo por unas cuantas personas, sino por todo el género humano. El pago que hizo en la Cruz fue más que suficiente para satisfacer todas las deudas de todos. La sangre por Él derramada fue lo suficientemente valiosa como para lavar los pecados de todos. Su obra expiatoria en la Cruz fue suficiente para todo el género humano, aunque eficaz solamente para aquellos que creen. El pecado que quitó y llevó en la Cruz era el pecado de todo el mundo.

Por último, pero no menos importante, Cristo es un Salvador perpetuo e infatigable. “Quita” el pecado. Lo quita diariamente de todo aquel que cree en Él. Cada día purga, limpia, lava las almas de su pueblo y concede y lleva a cabo nuevas muestras de misericordia. No dejó de trabajar a favor de sus santos cuando murió por ellos en la Cruz. Vive en el Cielo como Sacerdote para presentar su sacrificio continuamente ante Dios. Tanto en lo relativo a la gracia como en lo relativo a la providencia, Cristo sigue trabajando. Continúa quitando el pecado.

Estas son ciertamente verdades de oro. ¡Bien le iría a la Iglesia de Cristo que todos aquellos que las conocen las utilizaran! Nuestra familiaridad misma con textos como estos es uno de nuestros mayores peligros. ¡Bienaventurados aquellos que no solo guardan este texto en sus memorias, sino que alimentan con él sus corazones!

Observemos en este pasaje, por último, el oficio especial que Juan el Bautista atribuye a Cristo. Habla de Él como “el que bautiza con el Espíritu Santo”.

El bautismo del que aquí se habla no es el bautismo de agua. No consiste ni en la inmersión ni en la aspersión. No se limita exclusivamente ni a los niños ni a los adultos. No es un bautismo que un hombre pueda administrar, ya sea episcopaliano, presbiteriano, independiente, metodista, laico o ministro. Se trata de un bautismo que se recibe exclusivamente de manos de la verdadera Cabeza de la Iglesia. Consiste en la implantación de la gracia en el interior del hombre. Es lo mismo que el nuevo nacimiento. Es un bautismo no del cuerpo, sino del corazón. Es un bautismo que recibió el ladrón arrepentido, aun sin ser sumergido ni salpicado por la mano del hombre. Es un bautismo que Ananías y Safira no recibieron, aun habiendo sido admitidos a la comunión de la iglesia por los Apóstoles.

Sea un principio fijo en nuestra religión que el bautismo del que habla aquí Juan el Bautista es el bautismo absolutamente necesario para la salvación. Es bueno ser bautizado para ser admitidos en la iglesia visible; pero mucho mejor es ser bautizado para ser admitido en esa Iglesia que está formada por todos los verdaderos creyentes. El bautismo en agua es una bendita y provechosa ordenanza, y no se puede descuidar sin pecar gravemente. Pero el bautismo del Espíritu Santo es de una importancia mucho mayor. Aquel que muere con su corazón no bautizado por Cristo jamás podrá ser salvo.

Preguntémonos al dejar este pasaje si hemos sido bautizados con el Espíritu Santo y si tenemos un verdadero interés en el Cordero de Dios. Desgraciadamente, hay miles de personas que pierden el tiempo en controversias acerca del bautismo en agua y descuidan el bautismo del corazón. Otros muchos miles se conforman con un conocimiento intelectual del Cordero de Dios y nunca lo han visto por medio de la fe de manera que sus propios pecados sean verdaderamente quitados. Cuidémonos de tener nosotros mismos nuevos corazones y de creer para salvación de nuestras almas.

*John Charles Ryle fue un obispo evangélico anglicano inglés. Fue el primer obispo anglicano de Liverpool y uno de los líderes evangélicos más importantes de su tiempo. Foto de Edgar Martínez.


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