Por: William Swan Plumbrer
«Pídeme, y te daré por herencia las naciones, Y como posesión tuya los confines de la tierra. Los quebrantarás con vara de hierro; Como vasija de alfarero los desmenuzarás» (Salmos 2:7-9).
Para Dios no hay cosa más fácil que destruir a sus enemigos. Solo tenemos que ver a Faraón, a sus consejeros, a sus huestes, a sus caballos y a sus carros anegados por las aguas y hundiéndose como plomo en el Mar Rojo. Así acabó uno de los mayores complots para intentar acabar con el pueblo elegido por Dios.
De los treinta emperadores romanos, gobernadores de provincias, y otras personas con cargos elevados que se distinguieron por su celo y crueldad en perseguir a los cristianos primitivos, a otro le dio muerte su propio hijo; uno se volvió ciego; a otro se le salieron los ojos de la cabeza; otro murió ahogado; otro, estrangulado; uno murió en la cautividad abyecta; otro cayó muerto repentinamente; otro murió de una enfermedad asquerosa, de modo que sus médicos tuvieron que darle muerte porque no era posible resistir el hedor que llenaba la habitación; dos se suicidaron; un tercero lo intentó pero tuvo que pedir ayuda para poder hacerlo; cinco fueron asesinados por sus siervos u otros; cinco murieron en circunstancias de extremo sufrimiento; varios de ellos de complicaciones de enfermedades; ocho murieron en batalla o después de haber caído prisioneros.
Entre [estos emperadores romanos] se hallaba Juliano el Apóstata, de quien se dice que, en los días de su prosperidad, retó y amenazó con su espada al cielo, desafiando al Hijo de Dios, a quien llamaba comúnmente “el galileo”. Pero cuando cayó herido en una batalla y comprendió que todo había terminado para él, escupió al aire un coágulo de su propia sangre y exclamó: “Has vencido, Galileo”.
Voltaire cuenta en sus obras la agonía de Carlos IX de Francia, este monarca sobremanera cruel y miserable, responsable de la traición, el martirio y de las peores crueldades cometidas contra miles de cristianos Hugonotes en la triste y vergonzosa noche de San Bartolomé; el cual tuvo una muerte cruel, con la sangre escapándosele por la boca y por los poros de la piel.
Hebreos 1:10-12, ¹² «En el principio, oh Señor, tú afirmaste la tierra, y los cielos son la obra de tus manos. ¹¹ Ellos perecerán, pero tú permaneces para siempre. Todos ellos se desgastarán como un vestido. ¹² Los doblarás como un manto, y cambiarán como ropa que se muda; pero tú eres siempre el mismo, y tus años no tienen fin». (NVI)
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