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Por: J.C. Ryle

Esta unión de dos naturalezas en la única persona de Cristo es sin duda uno de los mayores misterios de la religión cristiana. Hay que afirmarlo con cuidado. Es solo una de aquellas grandes verdades que no son para que fisgoneemos en ellas con curiosidad, sino para que las creamos con reverencia. Quizá en ningún lugar encontremos una afirmación más sabia y juiciosa que en el artículo 2 de la Iglesia de Inglaterra: “El Hijo, que es el Verbo del Padre, engendrado del Padre desde la eternidad, verdadero y eterno Dios, y consustancial con el Padre, asumió la naturaleza humana en el seno de la bienaventurada Virgen, de su sustancia: de modo que las dos naturalezas, divina y humana, entera y perfectamente fueron unidas, para no ser jamás separadas, en una persona; de lo cual resultó un solo Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre”. Esta es una declaración muy valiosa. Es “palabra sana e irreprochable”.

Pero aunque no pretendamos explicar la unión de las dos naturalezas en la persona de nuestro Señor Jesucristo, no debemos rehuir salvaguardar la cuestión con cuidadosas advertencias. Aunque afirmemos con el mayor cuidado lo que creemos, no debemos dejar de declarar enfáticamente lo que no creemos. Nunca debemos olvidar que, aunque nuestro Señor era Dios y hombre a la vez, las naturalezas divina y humana en Él nunca se confundieron. Una naturaleza no engulló a la otra. Ambas naturalezas permanecieron perfectas y diferenciadas. La divinidad de Cristo nunca quedó a un lado ni por un momento, aunque estuviera velada. La humanidad de Cristo, durante su vida temporal, nunca fue ni por un momento diferente de la nuestra, aunque por medio de la unión con la Deidad fue grandemente dignificada. Aun siendo Dios perfecto, Cristo siempre ha sido un hombre perfecto desde el primer momento de su encarnación. Aquel que ha ido al Cielo y está sentado a la diestra del Padre para interceder por los pecadores es hombre además de Dios. Aunque era hombre perfecto, Cristo nunca cesó de ser Dios perfecto. Aquel que sufrió por el pecado en la Cruz y fue hecho pecado por nosotros fue “Dios manifestado en carne”. La sangre con que fue adquirida la Iglesia es denominada sangre del Señor (cf. Hechos 20:28). Aunque se hizo “carne” en el pleno sentido de la palabra, cuando nació de la virgen María nunca en ningún momento dejó de ser el Verbo eterno. Decir que constantemente manifestó su naturaleza divina durante su ministerio terrenal sería, por supuesto, contrario a los hechos evidentes. Tratar de explicar por qué su Deidad estaba a veces velada y en otras ocasiones era revelada mientras estuvo en la Tierra sería aventurarnos a un terreno que es mejor que dejemos estar, pero decir que en algún instante de su ministerio terrenal no fue plena y completamente Dios no es más que una herejía.

Las advertencias que acabamos de hacer pueden parecer a primera vista innecesarias, agotadoras y sobre nimiedades. Es precisamente el pasar por alto estas advertencias lo que lleva a muchas almas a perderse. Esta constante unión indivisa de dos naturalezas perfectas en la persona de Cristo es exactamente lo que otorga un valor infinito a su mediación y le cualifica para ser el Mediador mismo que necesitan los pecadores. Nuestro Mediador es Alguien que puede compadecerse de nosotros porque es un verdadero hombre. Y, sin embargo, al mismo tiempo, es Alguien que puede tratar con el Padre a nuestro favor en términos de igualdad porque es verdadero Dios. Es la misma unión la que otorga valor infinito a su justicia cuando es imputada a los creyentes: es la justicia de Alguien que era Dios además de hombre. Es la misma unión la que otorga un valor infinito a la sangre expiatoria que Él derramó por los pecadores en la Cruz: Es la sangre de Aquel que era Dios además de hombre. Es la misma unión la que otorga un valor infinito a su resurrección: Cuando resucitó, como Cabeza del cuerpo de creyentes, lo hizo no como mero hombre, sino como Dios. Que estas cosas penetren profundamente en nuestros corazones. El segundo Adán es mucho mayor de lo que lo fue el primero. El primer Adán fue solo un hombre, y como tal cayó. El segundo Adán era Dios además de hombre, y como tal venció por completo.

Dejemos esta cuestión con sentimientos de reconocimiento y profunda gratitud. Está lleno de consuelo abundante para todos aquellos que conocen a Cristo por la fe y creen en Él.

¿El Verbo se hizo carne? Entonces comprende las flaquezas de su pueblo, porque Él mismo sufrió siendo tentado. Él es todopoderoso porque es Dios y, no obstante, puede sentir con nosotros porque es hombre.

¿El Verbo se hizo carne? Entonces puede suministrarnos un perfecto patrón y ejemplo para nuestra vida diaria. Si hubiera caminado entre nosotros como ángel o como espíritu, nunca podríamos haberle imitado. Pero habiendo morado entre nosotros como hombre, sabemos que el verdadero patrón de santidad es “andar como Él anduvo” (1 Juan 2:6). Él es un patrón perfecto porque es Dios. Pero es también un patrón que encaja perfectamente con nuestras necesidades porque es hombre.

Por último, ¿el Verbo se hizo carne? Entonces veamos en nuestros cuerpos mortales una dignidad real y verdadera y no los deshonremos por el pecado. Detestable y débil como nuestro cuerpo puede parecer, es un cuerpo que el Hijo Eterno de Dios no se avergonzó de tomar y llevar al Cielo. Ese simple hecho es garantía de que resucitará nuestros cuerpos en el último día y los glorificará junto con el suyo propio.

Fragmento extraído de «Meditaciones sobre los evangelios: Juan»

*John Charles Ryle fue un obispo evangélico anglicano inglés. Fue el primer obispo anglicano de Liverpool y uno de los líderes evangélicos más importantes de su tiempo. Foto de Edgar Martínez.


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