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Por: A. W. Tozer
Este artículo forma parte de la serie «Mi búsqueda diaria«
El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que venciere, daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe. APOCALIPSIS 2:17
Con frecuencia recuerdo lo que dijo Sam Jones, el famoso predicador de una generación anterior: «Cuando el predicador promedio toma un texto me recuerda al insecto que intenta cargar un fardo de algodón». Es algo que durante muchos años como predicador me ha servido de amonestación y guía. Hay algunos que se toman la predicación como algo muy informal, entretenido. Yo no lo entiendo así.
Soy consciente de esta verdad, especialmente cuando se trata de hablar de Dios. Quiero decir, con toda sencillez, que sin un corazón puro y una mente entregada, no hay nadie que pueda predicar sobre Dios de manera digna. Muchas veces esta verdad ha hecho que cayera de rodillas. No soy más digno que otros para predicar sobre Dios.
Hay otra cara de esta verdad, que dice que sin un corazón puro y la mente dispuesta, nadie puede oír hablar de Dios de manera digna. Es un camino en dos sentidos. Nadie puede oír estas cosas a menos que Dios le toque e ilumine.
Mi mayor desafío tiene dos vertientes. Cuando me acerco al púlpito debo hacerlo de modo adecuado para hablar sobre Dios, preparando a la congregación para que puedan oír la verdad sobre Dios, también de manera adecuada.
Oh Dios, revélame tu voluntad; la senda hazme ver con claridad
Por dónde debo andar, qué pasos he de dar,
Para poder gozar tu voluntad.
BENJAMIN M. RAMSEY (1849-1923)
Oh, Espíritu Santo, mi corazón anhela predicar tu Palabra, pero mi mente sucumbe ante mi propia indignidad. Guíame y dame poder para predicar de modo que glorifique a nuestro Padre que está en el cielo. En el precioso nombre de Jesús. Amén
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