Por: Martín Lutero.
Antes que naciesen los montes y formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios. Salmos 90:2
Ese es el Dios que tenemos —afirma el salmista—, el Dios que adoramos, el Dios a quien oramos; a cuyo mandato surgieron todas las cosas creadas; que llamó lo que existe de lo que no existía. Y si un Dios semejante nos favorece, ¿qué motivos tenemos para sentir temor? ¿Por qué hemos de temblar ante la ira del mundo entero?
Si Él es nuestra morada, ¿no estaremos seguros, aunque los cielos crujan y sean destruidos? Nuestro Señor es superior al mundo entero, tan grande y poderoso que una sola Palabra suya hace que las cosas aparezcan y sean. Y a pesar de ello, reaccionamos de manera tan pusilánime que, si nos vemos en la circunstancia de tener que afrontar la ira de un solo príncipe o de un rey, es más, aún la de un simple vecino, temblamos y se nos encoge el ánimo.
¡Cuando comparado con nuestro Rey, todo lo que hay en el mundo es como una insignificante partícula de polvo de las que la brisa lleva de un lado a otro sin darle un instante de reposo! La descripción de Dios que encontramos en el salmo noventa es muy consoladora en este sentido, y todos los espíritus pusilánimes y de ánimo temblorosos deberían buscar en ella consolación frente a tentaciones y peligros.
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