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La idolatría aparece mencionada entre los peores pecados de la carne (Gá. 5:19-21) y el Señor nos dice claramente que ningún idólatra heredará su reino (Ap. 21:8; 22:15).

La idolatría no es solo una ofensa contra Dios, sino que también daña a los hombres. La idolatría corrompe a una persona dejándola espiritualmente impura. Ya sea que adore a un dios esculpido en piedra o a un dios sofisticado de su mente y corazón, esa adoración tiene un efecto corruptor en su vida moral y espiritual. Afecta tanto a los creyentes como a los incrédulos. Al incrédulo lo aleja cada vez más de Dios y de su camino, y al creyente lo lleva a violar la pureza de su relación con su Padre celestial. Dios en su gracia mantiene al creyente en el perdón y la pureza, pero su idolatría no es menos envilecedora y pecaminosa. La idolatría daña a los que están alrededor del idólatra al darles un testimonio y ejemplo falsos. Es una influencia degradante sobre toda la sociedad en la que se practica.

No solo eso, sino que ningún ídolo puede ayudar a los hombres. Una imagen tallada no puede perdonar, salvar, dar paz mental o resolver problemas; como tampoco pueden hacerlo el dinero, la fama, la educación, el prestigio social y ninguna otra cosa en la que los hombres suelen poner su confianza. Todos los ídolos son creación humana y son impotentes para ayudar. Los ídolos solo envilecen. Nunca glorifican a Dios, sino que lo deshonran. Puesto que no viene ningún bien de la idolatría, nuestra única respuesta debería ser [huir].

Fragmentos del Comentario MacArthur del Nuevo Testamento: Primera Corintios


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