Por: J.C. Ryle
El amor al dinero es uno de los mayores peligros para el alma de un hombre. No es posible imaginar una prueba más clara de esto que el caso de Judas. Esa despreciable pregunta —“¿Qué me queréis dar?”— revela el pecado secreto que fue su perdición. Había dejado muchas cosas por Cristo, pero no su codicia.
Las palabras del apóstol Pablo deberían resonar a menudo en nuestros oídos: “Raíz de todos los males es el amor al dinero” (1 Timoteo 6:10). La historia de la Iglesia está repleta de ejemplos de esta verdad. Por dinero, José fue vendido por sus hermanos; por dinero, Sansón fue entregado a los filisteos; por dinero, Giezi engañó a Naamán y le mintió a Eliseo; por dinero, Ananías y Safira intentaron engañar a Pedro; por dinero, el Hijo de Dios fue entregado en manos de hombres impíos. Parece ciertamente asombroso que se pueda desear tanto la causa de tanto mal.
Guardémonos todos bien del amor al dinero. Tal amor abunda en el mundo de hoy; es una peste muy extendida. Miles de personas que aborrecerían la sola idea de adorar a un dios que exigiera de ellos una entrega absoluta no se avergüenzan, sin embargo, de hacer del dinero un ídolo. Cualquiera puede ser víctima del contagio, desde el menor hasta el mayor. Es posible amar el dinero sin tenerlo, igual que se puede tener dinero y no amarlo: es un mal que actúa de forma engañosa, y nos lleva cautivos antes de que podamos darnos cuenta de que nos ha encadenado. Si se le permite tomar el mando siquiera un momento, endurecerá, paralizará, cauterizará, congelará, secará y marchitará nuestras almas. Fue la causa de la caída de un apóstol de Cristo; asegurémonos de que no lo es de la nuestra. Una grieta puede hundir un barco; un pecado no mortificado puede ser la perdición de un alma.
Deberíamos recordar con frecuencia esas solemnes palabras: “¿Qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?”; “Nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar”. Esta debiera ser nuestra oración diaria: “No me des pobreza ni riquezas; manténme del pan necesario” (Proverbios 30:8). Nuestro continuo objetivo tendría que ser tener riquezas de gracia. Quienes “quieren enriquecerse” de posesiones materiales suelen terminar descubriendo que tomaron la peor de las decisiones (1 Timoteo 6:9). Como Esaú, han cambiado su destino eterno por un pequeño placer transitorio. Como Judas Iscariote, se han vendido a sí mismos a la perdición perpetua.
*John Charles Ryle fue un obispo evangélico anglicano inglés. Fue el primer obispo anglicano de Liverpool y uno de los líderes evangélicos más importantes de su tiempo.
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