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Si algo no le faltó nunca a Rodrigo Borgia fue la ambición. Cuando su tío Alfonso -conocido como Calixto III- se convirtió en papa en 1455, Rodrigo tuvo muy claro que algún día él también se sentaría en el «trono de San Pedro«. No escatimó esfuerzos para conseguirlo ni escondió sus propósitos y tal vez fuese por ello que se ganó la mala fama que se llevó a la tumba.

Siendo justos, muchas de las faltas que se le reprochaban -su carácter arrogante, su nepotismo o su vida disoluta- eran práctica común en la Iglesia y de ellas pecaban también muchos de quienes le acusaban. Lo que no le perdonaron sus enemigos fue que se comportara como señor en tierra extranjera y especialmente que lo hiciera con toda desfachatez, sin preocuparse como mínimo de guardar las apariencias.

Nacido como Roderic Llançol i de Borja, pertenecía a una rica familia de Játiva en el Reino de Valencia

Cuando Alfonso de Borja fue elegido papa llamó a su sobrino a Italia para que terminara en la prestigiosa universidad de Bolonia sus estudios de derecho canónico. Allí italianizó su nombre como Rodrigo Borgia, un intento de ser mejor aceptado, puesto que las políticas expansionistas de la Corona de Aragón en tierras itálicas hacían que sus súbditos no fueran muy bien recibidos. La propia elección de su tío como papa había sido una solución de compromiso entre facciones enfrentadas en el seno del Colegio Cardenalicio.

Su afición a las mujeres, aunque el celibato no era obligatorio para un cardenal: tuvo al menos siete hijos conocidos con más de una mujer, aunque su preferida fue Vannozza Cattanei, una dama lombarda. Ella le dio cuatro vástagos que fueron los únicos que Borgia reconoció como herederos, aunque no estaban casados: Juan, César, Lucrecia y Jofré.

A todos ellos los favoreció con honores, títulos y tierras, hasta el punto de falsificar una bula papal para permitir la boda de Isabel de Castilla con Fernando de Aragón a cambio del título de duque de Gandía para uno de sus hijos. César fue su preferido y el que cosechó más fortuna, especialmente cuando Rodrigo fue elegido papa. En cambio Lucrecia fue la que salió peor parada, ya que las ambiciones políticas de su padre la forzaron a casarse tres veces y se llevó a la tumba una leyenda negra que incluía acusaciones de asesinato e incesto.

Su descarado nepotismo le valió el desprecio de muchos de sus colegas cardenales, en especial del que sería su más acérrimo rival, Giuliano della Rovere, con quien competiría por la tiara papal en el cónclave de 1492. Finalmente Borgia resultó vencedor y, aunque Della Rovere siempre le acusó de haber sobornado a los cardenales, nunca pudo demostrarlo

Una vez elegido papa, Rodrigo Borgia -ahora Alejando VI- acentuó aún más su política nepotista y usó el Estado Pontificio para su propio interés y para el de su familia. Consciente de que para muchos cardenales los Borgia serían siempre unos extranjeros, trató de consolidar su poder en Italia como nobles y no como eclesiásticos. El ejemplo más claro de ello fue César, que se convirtió en auténtico señor de muchos territorios en la Romaña que en teoría estaban bajo la autoridad del Vaticano. Los tres matrimonios de Lucrecia debían servir para garantizarle una sólida posición en la nobleza italiana, pero solo lograron hacerla infeliz y arrastrar por el fango el nombre de la familia a causa del asesinato de su segundo marido, el hijo ilegítimo del rey de Nápoles.

Alejandro VI fue muy criticado ya en vida. Maquiavelo escribió de él que “no hizo nunca otra cosa que engañar al prójimo”, lo que a menudo le salió bien; también tuvo ocasión de conocer a César, que le inspiró para escribir su obra El príncipe. Los Borgia reflejaban exactamente su convicción de que el ejercicio del poder, cuando era efectivo, a menudo no respondía a criterios éticos, sino prácticos.

No fue ni mucho menos el único papa en emplear métodos poco éticos para lograr sus objetivos, pero sí uno de los que lo hizo con menos pudor y, sobre todo, en contra de los propios intereses del Estado Pontificio. La conquista del poder solo en favor de su familia fue al final su ruina: Rodrigo Borgia murió en agosto de 1503 tras un banquete en el que todos los invitados cayeron enfermos, algo que siempre ha suscitado sospechas; incluso se ha dicho que formaba parte de un complot del propio Borgia para asesinar a sus enemigos y que él mismo resultó envenenado por error.

Rodrigo Borgia no destacó por una gran nobleza personal: era ambicioso, traicionero, manipulador y cruel si le era necesario, cualidades más propias de un príncipe del Renacimiento que del que se llamaba a sí mismo Vicario de Cristo. El ascenso y caída de su dinastía, así como el recuerdo que dejó, parecen contradecir a Maquiavelo cuando defendía que, ante la duda, era mejor ser temido que amado.

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