Por: John MacArthur.
Este artículo forma parte de la serie: La Gloria del Cielo
En el capítulo tres ya nos referimos a la inexistencia de templo en el cielo. Esto es lo que el apóstol Juan escribe: «Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero (v. 22). Vemos cómo, en cierto modo, en el cielo no va a haber templo, ya que Dios mismo es el santuario.
¿Qué quiere decir que Dios es el templo celestial? El templo es el lugar donde se va a adorar. Lo que Juan apunta es que en el cielo adoraremos a Dios en su presencia misma; Dios será el lugar de adoración. El Altísimo extenderá su tabernáculo (Ap. 7:15) sobre todos los habitantes del cielo, quienes le servirán noche y día. La adoración no cesará nunca.
Pero, por desgracia, solemos considerar la adoración como algo rígido, formal y a veces incluso un poco incómodo. Si le mencionamos la palabra adoración al típico chico de escuela dominical, en seguida le vendrá a la mente una sensación de reclusión e incomodidad; para él es una ceremonia ampulosa durante la cual se tiene que estar quieto y en silencio.
Nada que ver con la esencia de la adoración. La idea bíblica de la salvación integra todos los aspectos de la vida. Por eso escribió Pablo a los corintios: «Si pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios (1 Co. 10:31). No hay nada que sea necesario y legítimo en esta vida que no se pueda hacer para la gloria de Dios. Y teniendo en cuenta que adorar es glorificar a Dios, no hay nada que debamos hacer que no se pueda realizar como un acto de adoración. Por lo tanto, si fuésemos seres perfectos, totalmente sin pecado, nuestras vidas serían una adoración continua.
¡Y esto es exactamente lo que el cielo va a ser! En palabras del conocido catecismo de Westminster, lo primero que vamos a hacer en el cielo es glorificar Dios y disfrutar de Él para siempre. Lejos de ser rígida e incómoda, nuestra adoración celestial nos proporcionará sumo deleite; supondrá poder disfrutar de Dios sin lazos mundanos de ningún tipo y sin sombra de culpabilidad, temor o inseguridad.
Ninguno de los placeres terrestres se puede comparar con el perfecto deleite que nos proporcionará la adoración celestial. Todo el regocijo que nos producen el amor de la tierra, la belleza de la tierra y todas las demás bendiciones de este mundo no son nada comparados con la felicidad absoluta que supondrá adorar en persona a aquel de quien proceden todas las verdaderas bendiciones. Solo los que le conocen pueden empezar a intuir el maravilloso deleite que ello significará.
El privilegio de esa adoración tan perfecta también forma parte de la herencia de los santos; como escribió el salmista: «¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra. Mi carne y mi corazón desfallecen; mas la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre (Sal. 73:25-26).
¿No es ese el cumplimiento de nuestros más profundos anhelos? Como también escribió el salmista: «Una cosa he demandado a Jehová, esta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su templo (Sal. 27:4). Esto será precisamente lo que heredaremos en el cielo, además de morar en la casa de Jehová por largos días (cp. Sal. 23:6): un templo mucho más glorioso de lo que hayamos podido imaginar nunca.
Extracto del libro «La Gloria del cielo» escrito por John MacArthur.