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Por: Alejandro Pelayo

Recientemente, escuché a un hombre —un apóstol, según él— que “decretaba” riqueza y bendición sobre su iglesia a la vez que “reprendía” al huracán Irma, que se dirigía a Florida.

Hoy en día, hay muchos que maldicen y bendicen en el nombre de Dios. Seguramente, has escuchado a más de uno “decretando” o “declarando” cuanto se les ocurre. Estas personas creen que Dios debe respaldar tales palabras, basándose en que “Dios les ha dado tal autoridad”.

Sin embargo, ¿esto es lo que enseña la Biblia? Números 22 y 23 nos enseña algunas verdades dignas de considerar respecto a la bendición y la maldición.

Balac, el rey de los moabitas, creía que la maldición y la bendición dependían del profeta Balaam, solo por ser profeta. Por eso, le pidió que maldijera al pueblo de Israel. Pero veamos la respuesta de Balaam ante la petición del rey:

“He aquí he recibido orden de bendecir, Él dio bendición y no podré revocarla» (Nm. 23:20).

Noten cómo, aunque dice “he recibido orden de bendecir”, lo que en realidad está diciendo es: “He recibido orden de notificar bendición”. La siguiente frase dice: Él dio bendición y no podré revocarla”. Las bendiciones eran dadas por Dios, y los profetas solo las comunicaban.

Lo mismo pasa con la maldición. Cuando el rey Balac insistió en que Balaam maldijese al pueblo de Israel, el profeta respondió:

“¿Porque maldeciré yo al que Dios no maldijo?» (Nm. 23:8)

Por tanto, el designio de “decretar” bendición o maldición no está en las manos de los hombres. Llámese pastor, profeta, o apóstol, nadie tiene la autoridad para “declarar” sino solo Dios. Dios es el que da y el que quita (Job 1:21). El siervo de Dios solo anuncia, advierte, proclama, pero nunca “decreta” bendición o maldición. Nadie puede venir y decirnos por voluntad propia: “Yo te maldigo en el nombre del Señor”, y pensar que esto será así. Asimismo, nadie puede decir: “Yo te bendigo a ti y a tu familia en el nombre del Señor” y pensar que sucederá automáticamente (aunque lo haya hecho con las mejores intenciones).

En efecto, en el Antiguo Testamento, Dios puso bendición y maldición delante de Israel. Si obedecían, recibían bendición. Si desobedecían, recibían maldición (Deut. 11:26-28). Sin embargo, cuando Cristo vino, nos redimió de la maldición de la ley (Gál. 3:13). Aunque la obediencia o la desobediencia sí traen ciertos resultados para el creyente, la bendición de Dios no depende finalmente de lo que yo hago ni del “decreto” de algún supuesto profeta. La bendita realidad del creyente es que las bendiciones dependen exclusivamente de la gracia de Dios en Cristo. En Él tenemos todas las bendiciones que necesitamos (Ef. 1:3).

“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero), para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles” (Gál. 3:13-14).

“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Ef. 1:3).

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Publicado originalmente en Palabra y Gracia.

*Alejandro Pelayo. Nacido en el Estado de Jalisco el penúltimo de 12 hijos de padres campesinos, a los 18 años se convirtió y luego estudió en un seminario bíblico en GDL. Posteriormente, estudió Teología en la Universidad Cristiana de las Américas en Monterrey. 



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