Por: Dr. César Vidal
La agonía en la cruz constituía un suplicio espantoso. El condenado notaba cómo, junto a los espantosos dolores causados por los clavos en las manos y los pies, le fallaba la respiración. Deseando no ahogarse, intentaba entonces elevar el tórax para absorber una brizna de aire que le permitiera seguir respirando. Para llevar a cabo ese esfuerzo necesitaba apoyarse sobre los pies con la consecuencia de que, al intentar respirar, sus miembros clavados de los que se requería un nuevo esfuerzo lanzaban espantosas oleadas de dolor agudo al cuerpo.
Poco a poco, el reo —que había sido presa del calor, la sed, los insectos y las burlas— no solo no podía soportar aquellos movimientos sumamente dolorosos, pero necesarios para respirar, sino que además sufría al sentir cómo su cuerpo experimentaba un proceso de tetanización que concluía, por regla general, con un último grito antes de morir.
En ocasiones, para acelerar la muerte del condenado, los romanos recurrían a un terrible recurso conocido como crurifragium, es decir, la fractura de las piernas. Con garrotes, quebraban las extremidades inferiores del condenado de tal manera que, al no contar con ese sostén, los reos acabaran asfixiándose con más rapidez. La solución era, ciertamente, brutal, pero, sin duda, aceleraba el final de un suplicio que podía prolongarse durante días.
Estas horrorosas condiciones de la ejecución en la cruz explican de sobra la extrañeza de Pilato al recibir la noticia de la muerte de Jesús y su deseo de comprobarla cuando José de Arimatea pidió el cadáver (Juan 19:44). La realidad es que, a esas alturas, el crurifragium había sido aplicado a los dos ladrones crucificados con Jesús para que no se quedasen en el madero durante el sábado (Juan 19:32).
En cuanto al cadáver de Jesús, la guardia romana no quiso correr el menor riesgo. Todo indicaba que estaba muerto, pero verificaron la situación clavando una lanza en su costado (Juan 19:34). Por la descripción, parece que el hierro destrozó alguno de los órganos internos de Jesús (Juan 19:35).
Años después —posiblemente menos de dos décadas— un testigo ocular dejaría constancia de haber contemplado la lanzada y, sobre todo, de haber constatado que a Jesús no se le había quebrado ningún hueso como habían señalado las Escrituras (Éxodo 12:46; Números 9:₁2; Salmo 34:20) y que lo habían mirado al traspasarlo como había anunciado siglos antes el profeta Zacarías (12:10).
Lejos de tratarse del último eslabón de una cadena de injustas afrentas que habían concluido con una muerte vergonzosa, la lanzada dejaba entrever —y así lo captó aquel testigo ocular— que en Jesús se había consumado un plan divino anunciado desde hacía siglos.
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