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Por: J.C. Ryle.

La cuarta frase es una petición acerca de la voluntad de Dios: “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Pedimos en esta oración que las leyes de Dios sean obedecidas por los hombres de forma tan perfecta, dispuesta e incesante como lo son por los ángeles del Cielo. Pedimos que aquellos que no obedecen sus leyes sean enseñados a hacerlo, y que aquellos que ya las obedecen las obedezcan mejor. La auténtica felicidad es una sumisión perfecta a la voluntad de Dios, así que la mayor muestra de amor es pedir en oración que toda la Humanidad pueda conocerla, obedecerla y someterse a ella.

La quinta frase es una petición respecto a nuestras necesidades diarias: “El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”. Se nos enseña aquí a reconocer nuestra total dependencia de Dios para la obtención de nuestras necesidades de cada día. Igual que Israel necesitaba el maná a diario, nosotros necesitamos “pan” a diario. Admitimos que somos criaturas pobres, débiles y necesitadas, y le rogamos a Aquel que es nuestro Creador que cuide de nosotros. Pedimos “pan”, que es la más simple de nuestras necesidades, y en esa palabra incluimos todo lo que nuestros cuerpos necesitan.

La sexta frase es una petición respecto a nuestros pecados: “Perdónanos nuestras deudas”. Confesamos que somos pecadores y que necesitamos concesiones diarias de indulto y de perdón. Esta es una parte de la oración del Señor que merece recordarse de manera especial. Condena toda aprobación de uno mismo y toda justificación de uno mismo. Se nos enseña aquí a mantener una rutina continua de confesión ante el trono de la gracia, y una rutina continua de solicitud de misericordia y perdón. No olvidemos esto nunca. Necesitamos “lavar nuestros pies” cada día (Juan 13:10).

La séptima frase es una afirmación de nuestros sentimientos por los demás: le pedimos a nuestro Padre que nos perdone nuestras deudas “como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Esta es la única afirmación en toda la oración, y la única parte de esta sobre la cual nuestro Señor hace unos comentarios al terminarla. Lo hace con el propósito de recordarnos que no debemos esperar que nuestras oraciones por el perdón vayan a ser escuchadas, si oramos habiendo en nuestros corazones rencor y ojeriza hacia otros. Orar en esas circunstancias es puro formalismo e hipocresía; aún peor que  hipocresía: es como decirle a Dios: “No me perdones en absoluto”. Sin amor, nuestras oraciones no son nada. No podemos esperar que se nos vaya a perdonar, si nosotros no perdonamos.

La octava frase es una petición respecto a nuestra debilidad: “No nos metas en tentación”. Nos enseña que en cualquier momento podemos desviarnos del buen camino, y caer; nos enseña a confesar nuestra debilidad, y a rogarle a Dios que nos sostenga y no nos deje caer en pecado. Le pedimos a Aquel que ordena todas las cosas en el Cielo y en la Tierra, que nos aparte de situaciones que podrían hacer daño a nuestras almas, y que no permita nunca que seamos “tentados más de lo que podemos resistir” (cf. 1 Corintios 10:13).

La novena frase es una petición respecto a nuestros peligros: “Líbranos del mal”. Se nos enseña aquí a pedirle a Dios que nos libre del mal que hay en el mundo, del mal que hay en nuestros propios corazones y de algo no menos importante: del maligno, el diablo. Confesamos que, entre tanto que estamos en el cuerpo, constantemente vemos, oímos y sentimos la presencia del mal. Está sobre nosotros, dentro de nosotros y en todas partes a nuestro alrededor; y le rogamos a Aquel que es el único que puede
protegernos, que nos guarde continuamente de su poder (Juan 17:15).

La última frase es una atribución de alabanza: “Tuyo es el reino, y el poder, y la gloria”. Con estas palabras declaramos nuestra creencia de que los reinos de este mundo son la legítima propiedad de nuestro Padre, que solo a Él le pertenece todo el “poder” y que solo Él merece recibir toda la “gloria”. Así, terminamos ofreciéndole lo que creemos en nuestros corazones: que Él es digno de toda honra y alabanza, y nos regocijamos de que sea Rey de reyes y Señor de señores.

Y ahora examinémonos a nosotros mismos, para ver si verdaderamente deseamos tener las cosas que se nos enseña a pedir en la oración del Señor. Es de temer que miles de personas repiten estas palabras a diario como una fórmula, pero nunca se paran a pensar en lo que están diciendo. No les preocupa para nada la “gloria”, el “reino” ni la “voluntad” de Dios; no tienen ninguna noción de dependencia, pecaminosidad, debilidad ni peligro; no tienen amor ni bondad para con sus enemigos; ¡y, sin embargo, siguen repitiendo la oración del Señor! Esto no debería ser así. ¡Ojalá podamos tomar la decisión, con la ayuda de Dios, de aunar siempre nuestro corazón con nuestros labios! Dichoso aquel que en verdad puede llamar “Padre” a Dios, por medio de Jesucristo como Salvador suyo, y puede, por tanto, exclamar un sincero “amén” a todo lo que dice el Padre nuestro.

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Tomado de «Meditaciones sobre los Evangelios:Mateo» de J.C.Ryle



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