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Por: A. W. Tozer

Este artículo forma parte de la serie «Encuentros con el Dios Todopoderoso»

Anhelo con el alma los atrios del SEÑOR; casi agonizo por estar en ellos. Con el corazón, con todo el cuerpo, canto alegre al Dios de la vida. SALMO 84:2

Quizá la grandeza de David y su importancia para la humanidad radique en su total preocupación por Dios. Era judío, empapado de la tradición levítica, pero nunca se perdió en las formas de la religión. Una vez, dijo: «A Jehová he puesto siempre delante de mí» (Salmo 16:8), y otra vez dijo, o más bien lloró, porque sus palabras se elevan desde dentro como un clamor: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios?» (42:2).

David era muy consciente de Dios. Para él, Dios era el único ser digno de conocer. Donde otros veían la naturaleza, él veía a Dios. Es más, era un poeta de la naturaleza, pero vio primero a Dios y amó la naturaleza por el amor de Dios. El poeta Wordsworth invirtió el orden y, aunque es genial, no es digno de desatar los cordones de los zapatos del hombre David.

David también fue un hombre a quien poseía Dios. Se arrojó a los pies de Dios y exigió que le conquistara, y Jehová respondió tomando su personalidad y moldeándola como un alfarero moldea la arcilla. Debido a que Dios le poseía, Él le podía enseñar […] Envió su corazón a la escuela del Dios Altísimo, y pronto lo conoció con una inmediatez del conocimiento más maravilloso de lo
que soñamos en nuestras filosofías.

Señor, permite que yo esté tan poseído por Dios como David. Dame un corazón que clame a ti; luego, enséñame y capacítame para conocerte con inmediatez e intimidad. Amén

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