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Por: J. C. Ryle

¿Puedo hallar razones sólidas para ser santo? ¿Dónde puedo hallarlas? ¿Escucharé meramente los diez mandamientos? ¿Estudiaré los ejemplos que me da la Biblia de lo que puede hacer la gracia? ¿Meditaré en las recompensas en el cielo y los castigos en el infierno? ¿No hay un motivo mayor? Sí. Miro a la Cruz de Cristo. Allí veo el amor de Cristo que me constriñe a vivir no para mí, sino para Él.

Allí veo que ahora no soy mío; que he sido comprado por precio. Estoy atado por la más solemne de las obligaciones a glorificar a Jesús con mi cuerpo y espíritu, que son suyos. Allí veo que Jesús se dio a sí mismo por mí, no sólo para redimirme de toda iniquidad, sino para purificarme también, y hacerme uno entre un pueblo especial, celoso de buenas obras.

Él llevó mis pecados en su propio cuerpo en el madero, para que siendo muerto para el pecado pueda vivir para la justicia. Ah, lector, no hay nada que santifique tanto como una visión clara de la Cruz de Cristo. Crucifica al mundo en nosotros y a nosotros para el mundo. ¿Cómo podemos amar el pecado cuando recordamos que por él Jesús tuvo que morir? Sin duda, no hay nada que debiera ser tan santo como los discípulos de un Señor crucificado.

Tomado del folleto “La Cruz de Cristo” de J. C. Ryle


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