Por: Charles Spurgeon
¡Oh, cuántos abandonan a Cristo por causa de los goces sensuales! […] Es cierto, sin embargo, que los placeres del pecado fascinan sus mentes por un tiempo, al punto de que sacrifican sus almas en el santuario de la sórdida vanidad.
Por una alegre danza, por una diversión desenfrenada, o por un goce transitorio que no resistiría la crítica, han renunciado a los placeres que son duraderos, a las esperanzas inmortales que nunca fallan, y han dado la espalda al bendito Salvador que da y fomenta los gustos por goces indecibles, por dichas de gloria plena. En nuestro cuidado pastoral de una iglesia como esta, tenemos una dolorosa evidencia de que un número considerable de personas se enfría gradualmente. Los reportes de los ancianos en cuanto a las ausencias reiteran las vanas excusas presentadas para la inasistencia. Uno tiene muchos hijos. Para otro la distancia es demasiado grande.
Pero cuando se unieron a la iglesia la familia era igualmente grande y la distancia era la misma. No obstante, los cuidados del hogar se vuelven más tediosos cuando el interés por la religión comienza a flaquear; y la fatiga del viaje se incrementa cuando el celo por la casa de Dios vacila. Los ancianos temen que esas personas se están enfriando.
No podemos detectar ninguna transgresión real, pero nos aflige porque hay un deterioro gradual. Le tengo pavor a esa frialdad de corazón; se introduce subrepticia e insensiblemente, y, sin embargo, muy seguramente en todo el cuerpo. Yo no estoy diciendo que sea más grave que el pecado descarado. No puede serlo. Sin embargo, es más insidioso.
Una delincuencia flagrante alarmaría a uno como un ataque alarma a un paciente; pero un lento proceso de rebeldía podría introducirse subrepticiamente como una parálisis en una persona, sin despertar sospechas. Es como el sueño que les sobreviene a los hombres en las regiones polares que, si cedieran a él, no se despertarían nunca más. Tienes que estar despierto pues de otra manera ese letargo seguramente acabará en muerte. «Canas le han cubierto, y él no lo supo». ¿Acaso no sucede así con algunos de ustedes, queridos amigos? ¿Se están apartando poco a poco? Quien pierde su riqueza poco a poco entra pronto en bancarrota, y el descubrimiento es doloroso cuando llega el fin.
¡Cuán miserable ha de ser una bancarrota espiritual para aquel que desperdicia gradualmente su propiedad celestial, si alguna vez tuvo una! ¡Que Dios nos preserve de tal catástrofe!
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