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Por: Charles Spurgeon

«Te manifesté mi pecado, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones al SEÑOR; y tú perdonaste la culpa de mi pecado». Salmo 32:5 (LBLA)

El dolor que padeció David por su pecado fue amargo. Los efectos del mismo se hicieron visibles en su propio cuerpo: «se envejecieron [sus] huesos»; «se volvió [su] verdor en sequedades de verano». David no logró encontrar remedio hasta que hizo una completa confesión delante del Trono de la gracia celestial. Él nos cuenta cómo, por algún tiempo, estuvo callado y su corazón se llenó más y más de amargura.

Como un pequeño lago entre las montañas, cuya salida está bloqueada, así su alma se hallaba inundada por torrentes de aflicción. David buscó excusas, se esforzó en desviar sus pensamientos, pero todo fue en vano. Como una llaga que se ulcera, su dolor se fue agravando; y ya que él no quería usar la lanceta de la confesión, su espíritu se atormentaba más cada vez y no hallaba descanso.

Por fin, llegó a la conclusión de que tenía que volver a Dios en humilde arrepentimiento o morir de manera irremediable. Se dirigió, pues, de inmediato al propiciatorio y allí extendió el rollo de sus iniquidades delante de Dios, que todo lo ve, confesando su mal por entero con palabras semejantes a las del Salmo 51 y otros salmos penitenciales.

Una vez hecho esto (un acto sencillo y, sin embargo, muy difícil para el orgullo), recibió enseguida el perdón divino. Los huesos que habían estado abatidos se recrearon de nuevo, y David salió de su encierro para cantar las bienaventuranzas del hombre cuyas iniquidades han sido perdonadas. ¡Mira el valor que tiene una confesión de pecados obrada por la gracia divina! Esa confesión debe tenerse en mucho, ya que en todos los casos en que hay una confesión genuina, el perdón se otorga gratuitamente; no porque el arrepentimiento y la confesión merezcan dicho perdón, sino por el amor de Cristo.

¡Bendito sea Dios, porque siempre hay una cura para el corazón quebrantado! La fuente está fluyendo continuamente a fin de limpiarnos de nuestros pecados. En verdad, oh Señor, eres un Dios «pronto a perdonar»; por consiguiente, reconoceremos nuestras iniquidades.

Tomado de “Lecturas vespertinas” pág. 268

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