Por: Charles Spurgeon.
«Mi siervo eres tú; te escogí». Isaías 41:9
Si hemos recibido la gracia de Dios en nuestros corazones, esta tiene que hacernos siervos de Dios. Quizá seamos siervos infieles —en realidad, somos siervos inútiles—; pero, a pesar de todo —¡bendito sea su nombre!— somos siervos suyos que visten su uniforme, se alimentan de su mesa y obedecen sus mandamientos.
Nosotros éramos en otro tiempo siervos del pecado; sin embargo, Aquel que nos hizo libres nos admitió en su familia y nos enseñó a obedecer su voluntad. No servimos a nuestro Maestro perfectamente; pero, si pudiésemos hacerlo, ese sería nuestro deseo. Al oír la voz de Dios que nos dice: «Mi siervo eres tú», respondemos como David: «Siervo tuyo soy […] tú has roto mis prisiones» (Sal. 116:16).
No obstante, el Señor no solo nos llama siervos, sino elegidos: «Te escogí». Nosotros no hemos sido los primeros en escogerlo a él, sino que él nos escogió a nosotros. Si ahora somos siervos de Dios, no lo fuimos siempre: el cambio debe atribuirse a su divina gracia. Su mirada soberana nos separó, y la voz de su inmutable gracia declaró: «Con amor eterno te he amado».
Antes de que el tiempo empezara o el espacio fuera creado, Dios ya había escrito en su corazón los nombres de sus elegidos, los había predestinado a ser hechos conforme a la imagen de su Hijo, y los había constituido herederos de la plenitud de su amor, de su gracia y de su gloria. ¡Qué aliento encontramos en esto! Si el Señor nos ha amado tanto, ¿acaso nos desechará ahora? Él sabía cuán duros de cerviz íbamos a ser; él comprendía que nuestro corazón sería malo; y, sin embargo, llevó a cabo la elección. ¡Ah, nuestro Salvador no es un amante voluble! Él no se siente embelesado solo por algún tiempo con el brillo de los hermosos ojos de su Iglesia, abandonándola luego por su infidelidad. No: él se casó con ella en la remota eternidad, y está escrito de parte del Señor que «él aborrece el repudio» (Mal. 2:16).
La elección eterna es un compromiso ideado para nuestra gratitud y para su fidelidad, que ni uno ni otro podemos repudiar.
Tomado de Lecturas vespertinas pág. 146
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