Por: Charles Spurgeon
«Y te libraré de la mano de los malos, y te redimiré de la mano de los fuertes». Jeremías 15:21
Observa que la gloriosa personalidad que hace la promesa es Dios mismo. El propio Señor se interpone para librar y redimir a su pueblo. Él personalmente se compromete a librarlos: su propio brazo lo hará para que él reciba la gloria. Aquí no se dice ni una palabra de que sea necesario un esfuerzo de nuestra parte para ayudar al Señor.
Ni nuestras fuerzas ni nuestras debilidades se toman en cuenta; sino solo a Dios, quien, como el sol en el cielo, resplandece con toda suficiencia. ¿Por qué, pues, calculamos nosotros nuestras fuerzas y consultamos con carne y sangre para nuestro mal? El Señor tiene suficiente poder y no necesita recurrir a nuestro débil brazo. ¡Silencio, incrédulo pensamiento, estate quieto y conoce que el Señor reina! Ninguna alusión hay en este versículo a los medios o las causas secundarias.
El Señor no dice nada de amigos y ayudadores: él emprende la obra solo y no siente necesidad de que lo ayuden brazos humanos. Vano es que esperemos en los compañeros y los parientes, pues si nos apoyamos en ellos serán como cañas cascadas. Si pueden ayudarnos, por lo regular, no querrán hacerlo; y si quieren, no podrán. Ya que la promesa viene de Dios, sería conveniente que esperásemos solo en él: cuando así lo hacemos, nuestra esperanza nunca se ve defraudada.
¿Quiénes son los malvados para que los temamos? El Señor los consumirá enteramente. A los tales hay que compadecerlos más bien que temerlos. En cuanto a los fuertes, ellos solo espantan a quienes no tienen un Dios al que recurrir; pues si el Señor está de nuestro lado, ¿a quién podemos temer? Si nos exponemos a pecar con el fin de agradar al malvado, entonces sí tenemos motivo para alarmarnos; pero si nos aferramos a nuestra integridad, el furor de los tiranos se verá dominado para nuestro bien. Cuando el pez tragó a Jonás, halló en él un bocado que no fue capaz de digerir; y cuando el mundo devora a la Iglesia, sentimos un gran gozo al ver a esta librarse nuevamente de él. En todo período de prueba dura, con nuestra paciencia ganaremos nuestras almas (cf. Lc. 24:19).
Tomado de “Lecturas vespertinas” pág. 294