Por: Thomas Brooks
Job vio a Dios en todo: «Jehová dio, y Jehová quitó» (Job 1:21). Si no hubiera visto a Dios en la aflicción, habría clamado: «¡Oh, estos miserables Caldeos, me han saqueado y arruinado; estos perversos Sabeos me han robado y me han hecho mal!» Job divisó la comisión de Dios en las manos de los Caldeos y Sabeos, y luego puso su propia mano sobre su boca.
Así mismo Aarón, al contemplar la mano de Dios en la muerte inoportuna de sus dos hijos, guardó silencio (cf. Lv. 10:3). La visión de Dios en este angustioso golpe fue un freno tanto para su mente como para su boca para no murmura ni farfullar. De la misma manera José vio la mano de Dios cuando sus hermanos lo vendieron a Egipto (cf. Gn. 14:8), y eso lo silenció.
Los hombres que no ven a Dios en la aflicción son fácilmente arrastrados a un ataque febril, rápidamente estarán en llamas, y cuando sus pasiones se hayan elevado, y sus corazones ardiendo, comenzarán a ser insolentes, y no se andarán con rodeos para decirle a Dios con sus bocas que hacen bien en estar enojados (cf. Jon. 4:8-9).
Aquellos que no reconocen a Dios como el autor de todas sus aflicciones, estarán lo suficientemente prontos como para caer en ese necio principio de los maniqueos, que sostenían que el diablo era el autor de todas las calamidades; como si pudiera haber algún mal de aflicción en la ciudad, y el Señor no tuviera ninguna parte en ello (cf. Am. 3:6).
Aquellos que pueden ver la mano ordenadora de Dios en todas sus aflicciones, junto con David, pondrán sus manos sobre sus bocas, cuando la vara de Dios esté sobre sus espaldas (cf. 2 S. 16:11-12). Si la mano de Dios no es vista en la aflicción, el corazón no hará más que inquietarse y enfurecerse bajo la aflicción.
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