Por: J. C. Ryle.
«Él nos disciplina para nuestro bien» (He. 12:10) ¿Qué provecho hay en la aflicción? Las aflicciones constituyen instrumentos de disciplina que nos enseñan.
Las aflicciones nos enseñan más acerca de nuestros corazones. El agua en un vaso de cristal parece transparente, pero si la hervimos salen a flote todas sus impurezas; así también, cuando Dios nos pone en el fuego, la corrupción que no
discerníamos antes sube a la superficie con el hervor.
Las aflicciones duras son para el alma lo que la lluvia intensa para las casas: no sabemos que hay goteras en el tejado hasta que llueve, entonces es cuando vemos unas pocas gotas aquí y allá.
De igual modo, no sabemos qué pasiones sin mortificar existen en nuestra alma hasta que llega la aflicción; entonces vemos el abundante goteo de la incredulidad, la impaciencia y los temores carnales. La aflicción es un santo colirio que nos aclara la vista: el castigo nos proporciona sabiduría.
Hay provecho en la aflicción, dado que aviva el espíritu de oración. Jonás dormía en el barco, pero clamaba en el vientre de la ballena. Quizá en tiempos de salud y prosperidad orábamos de manera fría y formal, sin poner brasas en el incienso, y apenas nos preocupábamos de nuestras propias oraciones […]. Entonces el Señor utiliza la aflicción como una rama de romero para impedir que nos durmamos y despertar nuestro espíritu de oración: «Derramaron oración cuando los castigaste» (Is. 26:16). Ahora sus oraciones traspasaban el Cielo. En momentos difíciles oramos con sentimiento, y nunca suplicamos con tanto fervor como cuando oramos así.
¿Acaso no es esto para nuestro provecho?
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