Por: Charles Spurgeon
Este orgulloso navío de nuestro país se bambolea en una tormenta de pecado; el mismo palo mayor de esta gran nación cruje bajo el huracán del vicio que azota la cubierta; todas sus cuadernas están deformadas, y Dios ayude al noble navío, o, ¡ay!, nadie podrá salvarlo.
Y ¿Quiénes son su capitán y sus marineros, sino los ministros de Dios, los que profesan la religión? Éstos son a quienes Dios ha dado la gracia de gobernar la nave. “Vosotros sois la sal de la tierra”; vosotros la preserváis y la mantenéis en vida, oh hijos de Dios. ¿Estáis dormidos en la tormenta?, ¿dormitáis ahora? Si no hubieran antros de vicio, si no hubiesen prostitutas, si no hubieran casas de perdición, si no hubiesen asesinos ni crímenes, ¡Oh!, vosotros, la sal de la tierra, podríais sestear; pero hoy día los pecados de este pueblo claman en los oídos de Dios. Esta ciudad “behemot” está cubierta de maldad, y Dios es vejado en ella. ¿Dormiremos y no haremos nada? ¡Qué Él nos perdone, pues! Porque es seguro que de todos los pecados que Dios haya perdonado jamás, éste es el mayor: el pecado de la ociosa somnolencia, mientras el mundo se condena; el pecado de no hacer nada mientras Satanás está ocupado en devorar las almas de los hombres. “Hermanos, no durmamos” en tiempos como éstos, porque si lo hacemos, una horrible maldición caerá sobre nosotros.
Mirad ahora al pobre preso en su celda. Sus cabellos caen desordenadamente sobre sus ojos. No hace muchas semanas que el juez, poniéndose el negro birrete, lo condenó a ser llevado al lugar de donde vino, y a ser colgado por el cuello hasta morir.
El corazón se le parte al pobre miserable, al pensar en sus ataduras, en la horca, en la trampilla que se abrirá bajo sus pies, y, por último, al pensar en el más allá. ¡Oh!, ¿quién podrá describir la desesperación y el dolor de aquella pobre alma, cuando piensa que tiene que dejarlo todo para partir no sabe dónde? Mirad, en su misma celda hay otro preso. Lleva durmiendo desde hace dos días, y bajo su almohada tiene el indulto de su compañero. Deberían azotar a aquel canalla, azotarlo sin piedad, por hacer sufrir a su pobre compañero tan suprema angustia desde hace dos días.
Si yo hubiese tenido el indulto de aquel hombre, si yo hubiese tenido tan dulce mensaje que llevarle, hubiera cogido el tren más rápido que existiera, o hubiese cabalgado en las alas del rayo para volar a su lado. Pero ese hombre, ese insensato, duerme a pierna suelta, con el perdón bajo su almohada, mientras el corazón del pobre miserable se deshace por la desesperación. ¡Ah!, no seáis demasiado duros con él, porque lo tenemos hoy aquí.
A vuestro mismo lado tenéis sentado esta mañana a un penitente pecador; Dios lo ha perdonado, y quiere que seáis vosotros los que le deis tan buena noticia. Y estuvo el domingo pasado junto a vosotros, y lloró durante toda la predicación, sintiendo su culpa.
Si le hubieseis hablado entonces, habría tenido consuelo; pero ahí está de nuevo, y vosotros seguís sin darle la buena noticia. Queréis que sea yo quien se lo diga, ¿verdad? ¡Ah!, señores, no podéis servir a Dios por delegación; lo que el ministro hace no mengua para nada vuestra obligación; tenéis por hacer vuestra propia obra personal, y Dios os ha dado una preciosa promesa que ahora mora en vuestro corazón: ,no os volveréis para hablarle de ella a vuestro compañero” Hay muchos corazones dolientes que se quejan de vuestra pereza en hablarles de las buenas nuevas de salvación.
Y ahora, el arrepentimiento y la pena me embargan. ¡Ojalá Dios me hiciese saber cómo seré salvo! He oído la predicación, señor, pero necesito que alguien me diga algo personalmente.” “Mi querido joven hermano”, dice tomándole de la mano, “estoy contento de poder hacerlo yo. Mi pobre y viejo corazón se regocija al pensar que Dios todavía obra entre nosotros. No te atribules, no te aflijas, pues es palabra fiel y digna de ser recibida de todos, que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores.” El joven se lleva el pañuelo a los ojos, y después de un minuto dice: “Me gustaría quedarme y charlar un rato con usted, señor”. “¡Oh!, ya lo creo que sí.” Hablan largo rato, hasta que al final, por la gracia de Dios, el feliz joven sale manifestando lo que Dios ha hecho por su alma, siendo deudor de su salvación tanto a la humilde mediación del que le ayudó, como a la predicación del ministro.
Tomado de “No hay otro evangelio” pág. 539 – 541
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