Por: Charles Spurgeon
Consideraremos cómo Ismael fue echado de Su casa, mientras que Isaac permanecía en ella. Así ocurrirá con alguno de vosotros cuando los días de juicio vengan a probar a la Iglesia de Dios. Aunque os hayáis disfrazado con vuestra profesión de cristianos, descubriréis que de nada os servirá.
Habéis sido como el hijo mayor de la parábola; siempre que un pobre pródigo ha vuelto a la Iglesia, habéis dicho: “Cuando vino éste tu hijo, que ha consumido tu hacienda con rameras, has matado para él el becerro grueso”. ¡ay de ti, envidioso legalista!-, tú también serás arrojado del hogar. Sábete, legalista y formalista, que tu relación con Cristo no pasa de ser como la de cualquier pagano; y aunque hayas sido bautizado en su bautismo, te hayas sentado a su mesa y hayas oído predicaciones cristianas, no tienes suerte ni parte en este asunto; no más que un católico o un mahometano, a menos que confíes solamente en la gracia de Dios y seas heredero según la promesa.
Aquel que confíe en sus obras, aunque sólo sea un loco, descubrirá cómo esa poca confianza puede perder su alma. Todo lo que trama la naturaleza humana debe ser desenmascarado. El alma debe confiar sola y exclusivamente en el pacto de Dios, o de otra manera se perderá. Legalista, tú esperas ser salvo por tus obras.
Ven ahora, que te trataré con toda consideración. No te acusaré de que hayas sido un borracho o un blasfemo, pero quiero preguntarte: ¿Verdad que sabes que para ser salvo por las obras es requisito indispensable el ser enteramente perfecto? Dios exige el cumplimiento de toda la ley. Si tuvieses una vasija con la más pequeña rotura, ¿verdad que no estaría completa? ¿No has cometido en tu vida un solo pecado? ¿No has tenido nunca un mal pensamiento? No voy a suponer que hayas manchado tus blancos guantes con cosas tales como el deseo o la carnalidad; o que tu delicada boca, de tan pura conversación, se haya rebajado a blasfemar o a hablar de lo que no debieras; tampoco puedo imaginar que hayas cantado jamás una canción obscena. No, ya sé que ello no es posible; más, ¿No has pecado nunca? Si has pecado, porque es así, oye lo que dice la Escritura: “El alma que pecare, esa morirá”; y esto es todo cuanto tengo que decirte.
Pero aún suponiendo que negaras tu pecado, sabe que si a partir de ahora cometieras uno sólo; aunque vivieras durante setenta años una vida santa, si al final pecares una sola vez de nada te valdría toda tu obediencia; porque “el que ofendiere en un punto, se hace culpable de todos”. “¡Oh!”, me dirás, “parte usted de una base equivocada; porque aunque yo crea que debo hacer buenas obras, también creo que Jesucristo es muy misericordioso y que, aunque yo no sea enteramente perfecto y no pueda prestarle, por lo tanto, obediencia perfecta, si soy sincero y sé que aceptará la sinceridad de mi obediencia.” ¡Eso lo dirás tú, naturalmente!; pero, ¿qué es la obediencia sincera?
Conocí a un hombre que se emborrachaba durante toda la semana. Era muy sincero y creía que, con tal de estar sobrio para el domingo, no hacia ningún mal. Muchos son los que tienen lo que ellos llaman una sincera obediencia; pero ésta es de tal clase que siempre deja un pequeño margen a la iniquidad. “Sí, claro”, dirás, “pero es tan pequeño que sólo nos concedemos algunos pecadillos sin importancia.”
Mi querido amigo, estás completamente equivocado si crees que eso es una sincera obediencia; porque si fuera así como Dios la exige, entonces, cientos de personas de la condición más vil serían tan sinceras como tú -aunque yo no creo que tú lo seas, ya que, si lo fueses, obedecerías lo que dice Dios: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo”-. Me parece que tu sincera obediencia es un sincero engaño, y que tú mismo así lo reconocerás. “Bueno”, dices, “también puedo ir a Cristo después de haberlo hecho todo y decirle: Señor, mira cuanta deficiencia hay en lo mío, querrás tu suplirla?” Es sabido que, no hace muchos siglos, las que eran acusadas de brujería eran pesadas en una gran balanza contra la Biblia parroquias, y si el platillo se inclinaba a su favor se declaraba su inocencia; pero el poner las brujas y la Biblia en el mismo platillo es una idea nueva.
Cristo jamás se pondrá en la balanza con personajes tan necios y orgullosos como tú. Te gustaría que Él fuera una especie de contrapeso. Muchas gracias de su parte por tu atención; pero no aceptará un servicio tan denigrante. “Él puede ayudarme en el asunto de mi salvación”, dices. Sí, y sé que te gustaría; pero Cristo es un Salvador completamente distinto de lo que tú te imaginas; cuando empieza una obra le gusta acabarla por completo. Quizá te parezca extraño; pero no le agrada que nadie le ayude. Cuando hizo el mundo no necesitó que el ángel Gabriel enfriara con sus alas la materia incandescente; sino que Él lo hizo todo completamente solo, y lo mismo hace en la salvación.
Él dice: “A otro no daré mi gloria”. Permíteme recordarte, si declaras ir a Cristo y al mismo tiempo hacer algo tú, aquel pasaje de la Escritura, a propósito para ti, y que puedes digerir sin prisas: “Y si por gracia, luego no por las obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por las obras, ya no es gracia; de otra manera, la obra ya no es obra”. Porque si las pones juntas, echas a perder las dos. Cuando vayas a casa trata de mezclar el agua con el fuego; haz que un cordero y un león moren juntos bajo tu techo, y si logras que el éxito te sonría, puedes decir que has conseguido que la gracia y las obras se avengan; pero aún entonces te diré que mientes, porque las dos son tan esencialmente opuestas, que es imposible que eso pueda ocurrir.
Al que de vosotros quiera arrojar todas sus buenas obras y venir a Jesús diciendo:
“Nada, nada, NADA,
Nada traigo en mis manos a tu luz,
Solo vengo a abrazarme a tu cruz»,
Cristo le proveerá abundantemente de buenas obras, y el Espíritu Santo obrará en él tanto el querer como el hacer por Su buena voluntad, y le hará santo y perfecto. Pero si tratáis de conseguir tal santidad fuera de Cristo, habéis empezado por el final; habéis cortado las flores antes de sembrarlas, y trabajáis innecesariamente, por vuestra necedad. ¡Tiembla ante Él ahora, Ismael! Si muchos de vosotros sois Isaacs, recordad siempre que sois hijos de la promesa. No cedáis. No os dejéis uncir por el yugo de servidumbre; porque no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia.
Tomado de “No hay otro evangelio” pág. 337 – 340
Tremendo mensaje,